Europa

Francisco regresa a Lesbos con los refugiados: ¿Mare Nostrum o mar muerto?





Haber acompañado a Francisco en sus dos visitas a la isla de Lesbos lo considero uno de los grandes privilegios de mi vida profesional. La primera –el 16 de abril de 2016– fue un aldabonazo en la conciencia de todos los que pudimos contemplar de cerca la tragedia de miles de seres humanos hacinados en un campo, como cabezas de ganado. La segunda, casi seis años después, nos ha permitido constatar qué poco ha cambiado la cuestión migratoria y cómo el mundo sigue torciendo la cabeza ante un espectáculo denigrante y deprimente. “¡Detengamos este naufragio de civilización!”, exclamó con cierta amargura el Papa.



De las 106 horas que ha durado su viaje a Chipre y Grecia, el Papa solo permaneció dos y media en el campo de Mavrovouni, construido a pocos kilómetros del centro de Mitilene, la capital de Lesbos, situada a menos de 20 kilómetros de las costas de Turquía. Allí, en un eufemísticamente llamado Centro de Recepción e Identificación de Migrantes, malviven cerca de 2.500 personas en deplorables condiciones higiénicas y sanitarias.

Respecto al anterior campo de Moria, destruido en septiembre de 2020 por un incendio que provocaron sus desesperados habitantes, este –que muchos definen como Moria 2– es ligeramente menos indigno. Frente a una espléndida bahía, han sido construidos algunos centenares de barracones y contenedores que podrían albergar hasta cinco mil personas, pero actualmente, a causa del coronavirus, solo a la mitad.

Petición de asilo político

Familias enteras con un alto número de niños, provenientes en su mayoría de Afganistán y de otros países asiáticos o africanos esperan desde hace meses, e incluso años, que se les reconozca su petición de asilo político.

Cuando aterrizamos en la mañana del domingo 5 de diciembre en el aeropuerto de Mitilene, la luz del sol bañaba las aguas del mar Egeo y las verdes colinas colindantes. Después de atravesar el centro de la ciudad, llegamos al campo, donde reinaba una absoluta tranquilidad gracias al imponente despliegue de fuerzas de seguridad. A la puerta de la tienda donde iba a hablar el Papa, iban entrando el medio centenar de emigrantes autorizados.

Los periodistas pudimos entrevistarlos y sus historias coincidían en lo fundamental: huyen de la guerra, del hambre, de las calamidades naturales de la miseria… Han dejado atrás casas y propiedades. En el camino han perdido a algunos de sus seres queridos, han sido maltratados, torturados y robados por traficantes sin escrúpulos. Solo quieren un futuro de paz y de esperanza para sus hijos.

En torno a las 10 de la mañana, hizo su entrada en el campo la caravana del Papa y, ante el estupor de sus guardaespaldas, Bergoglio, sin mascarilla, se bajó del coche y empezó a saludar a todos los que encontraba a su paso: ancianos, lisiados, madres con sus bebés en brazos, hombres curtidos y, sobre todo, niños que sonreían cuando el ‘hombre vestido de blanco’ les acariciaba y les besaba. El revuelo fue enorme, y el Santo Padre no parecía tener prisa. El recorrido duró casi media hora.

Estoy cerca de vosotros

En la carpa instalada frente al mar, ya había tomado discretamente asiento la presidenta de la república helena, Katerina Sakellaropoulou, que le dirigió unas palabras de acogida. Entonces, el Papa comenzó a pronunciar su profundo y hermoso discurso. “Estoy de nuevo aquí –fueron sus primeras palabras– para encontrarme con vosotros. Estoy aquí para deciros que estoy cerca de vosotros. Estoy aquí para ver vuestros rostros, para miraros a los ojos cargados de miedo y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas”.

Citando el discurso que el patriarca ortodoxo de Constantinopla, Bartolomé I, pronunció en 2016 en la isla, afirmó que la migración “es un problema del mundo entero, una crisis humanitaria que concierne a todos”. A partir de ahí, subrayó que “cierres y nacionalismos –nos enseña la historia– llevan a condiciones desastrosas…”.

“Superemos la parálisis del miedo, la indiferencia que mata, el cínico desinterés que con guantes de seda condena a muerte a los marginados. Enfrentémonos desde su raíz al pensamiento dominante que gira en torno al propio yo, a los propios egoísmos personales y nacionales, que se convierten en medida y criterio de todo”, alentó el sucesor de Pedro.

Levantar barreras

A continuación, expuso una de sus mayores preocupaciones: “En Europa –señaló– sigue habiendo gentes que persisten en tratar el problema como un asunto que no les incumbe…”. Francisco compartió que “es triste escuchar que el uso de fondos comunes se propone como solución para construir muros…”.

Y subrayó: “No es levantando barreras como se resuelven los problemas y se mejora la convivencia, sino uniendo fuerzas para hacerse cargo de los demás, según las posibilidades reales de cada uno y en el respeto de la legalidad, poniendo siempre en primer lugar el valor irrenunciable de la vida de todo hombre”.

Y seguramente, teniendo aún en los ojos el espectáculo que acababa de ver en su llegada al campo, dijo: “Si queremos recomenzar, miremos el rostro de los niños. Hallemos la valentía de avergonzarnos ante ellos, que son inocentes y son el futuro. No escapemos rápidamente de las crudas imágenes de sus pequeños cuerpos sin vida en las playas”.

Mar del olvido

En este punto, al detenerse en los más vulnerables, se endureció el tono de su alocución, que se ha convertido en el extracto más reproducido por los medios internacionales: “El Mediterráneo, que durante milenios ha unido pueblos diversos y tierra distantes, se está convirtiendo en un frío cementerio sin lápidas. Una gran cuenca de agua, cuna de tantas civilizaciones, ahora parece un espejo de muerte. ¡No dejemos que el Mare Nostrum se convierta en un desolador ‘Mare Mortuum’, ni que este lugar de encuentro  se vuelva escenario de conflictos! No permitamos que este ‘mar de los recuerdos’ se transforme en ‘mar del olvido’”. Jorge Mario Bergoglio clamó entonces: “¡Les suplico, detengamos este naufragio de civilización!”.

Para terminar, citó la frase san Gregorio Nacianceno “Dios es padre y guía de los hombres”, afirmando que “Él nos ama como hijos y quiere que seamos hermanos”.  “En cambio, ofendemos a Dios despreciando al hombre creado a su imagen, dejándole a merced de las olas, de la marea de la indiferencia, a veces justificada incluso en nombre de presuntos valores cristianos”, concluyó.

Lo cierto es que el tema de la inmigración ha sido el hilo conductor de este viaje a Chipre y Grecia, programado entre el 2 y el 6 de diciembre. Apenas aterrizó en Nicosia, la capital chipriota, en su notable discurso ante el presidente Nikos Anastasiadis, afirmó que “el Mediterráneo, que ahora lamentablemente es lugar de conflictos y de tragedias humanitarias, es el Mare Nostrum, el mar de todos los pueblos que a él se asoman para estar conectados, no divididos”.

Encuentro ecuménico

Como si quisiera dejar constancia de su preocupación, su última ceremonia en la isla mediterránea fue un encuentro ecuménico con los emigrantes un día después en la iglesia de la Santa Cruz. Lo abrió el patriarca latino de Jerusalén Pierbattista Pizzaballa, que recordó que Chipre es el país europeo que, en proporción a su población –sus habitantes no llegan a un millón– ha recibido mayor número de refugiados  y emigrantes “que huyen de la guerra y de la miseria, y que se paran aquí  sin vía de salida, sin claras perspectivas para su futuro”. Así lo testimoniaron ante el Papa una joven de Sri Lanka, un camerunés y una muchacha iraquí.

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Alicia Ruiz López de Soria, ODN







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