África

Paul Schneider, el yanqui que encontró su sitio en Etiopía





El teléfono suena: es una llamada esperada desde un lugar remoto. Es el padre Paul Schneider, que no siempre tiene cobertura, desde el Valle de Lagarba, un lugar montañoso de difícil acceso a 400 kilómetros de Addis Abeba, la capital de Etiopía. Hace menos de una hora ha introducido por primera vez el coche en la Misión de San Francisco, donde sirve desde hace cuatro años.



Ahora habla mucho amárico y poco español, salvo cuando coincide con Ramón Díaz, sacerdote en Yiyiga, otra población del vicariato de Harar. O por mensajes de WhatsApp. O con su amigo José Luis Cárdenas. Lo más probable es que hoy coma una torta de injera, “como un pancake salado, a veces amargo, con vegetales”; huevos, si las gallinas los ponen; carne, si es ese día del mes, o que se cocine arroz o pasta con un sofrito de tomate y pequeñas cebollas. Ríe cuando se le sugiere que come como en un piso de estudiantes.

“Me vino una llamada en un momento de oración de que mi sitio estaba aquí”, cuenta cuando se le pregunta qué se le ha perdido en Etiopía. “Primero conocí a un misionero que se llamaba Christopher Harley, que estaba en este vicariato de Harar, y luego a través de él conocí al obispo, un capuchino italiano, monseñor Angelo Pagano. Dije que me mandaran donde hiciera falta. Y ya está”. Paul pidió al obispo de Getafe que lo dejara marchar a Harar, la que es “cuarta ciudad santa del islam”, un lugar donde la catedral es “en realidad una iglesia pequeña”.

Paul Schneider Esteban es un sacerdote castizo de nombre yanqui, o alemán, que nació el 19 de agosto de 1983 en Rockford, Illinois. “Te resumo: mi padre era americano de Ohio y Cincinnati, mi madre de Bilbao, pero desde pequeña criada en Madrid. Se conocieron en la Francia de principios de los setenta estudiando Filología, se casaron y empezaron viviendo en Estados Unidos, donde tuvieron a mis tres hermanas mayores; yo soy el cuarto y último. Cuando yo tenía seis años, nos mudamos a España”.

No son nada receptivos

A los 18 años entró en el seminario para ordenarse sacerdote con 24. Sirvió primero cuatro años en la parroquia de San Sebastián de Getafe para, luego, hacerlo otros seis en Villanueva de la Cañada, en la parroquia de San Carlos Borromeo. Irse de misionero no fue una ocurrencia fugaz, sino un deseo profundo que siempre hirvió en su interior.

“Siempre lo quise, pero no me veía yéndome a ningún sitio, pero en mi última parroquia fui ganando mucha seguridad en mí mismo. También a través de la oración: preguntándole a Dios qué debo hacer, a dónde me manda, si debo ir a algún otro lugar. Estaba listo para servir y salir del esquema habitual de lo conocido”.

“Etiopía es un país curioso: no son nada receptivos. Tienen una cultura milenaria. No es verdad que no haya ningún cambio, pero sí da la impresión en el trato con la gente de que está todo el pescado vendido. Cada uno se mantiene firmemente en su grupo y ‘no me cuentes rollos’”, diagnostica sobre una cultura de la que se ha empapado, de la que sabe casi todo. “Son pobres pero orgullosos, aquí el proselitismo con dinero no funciona. Eso es bueno, son personas a las que no se le atrae con un caramelo”.

Tambores de guerra

De fondo suenan tambores de guerra. La posibilidad de una guerra civil en el horizonte norte. Hace meses que el gobierno central de Abiy Ahmed, premio Nobel de la Paz, se enfrenta militarmente con el Frente de Liberación del Pueblo de Tigray, la región más al norte del país más extenso del Cuerno de África. Paul es escéptico ante la extensión nacional del conflicto.

Vive atento a las noticias diarias de las embajadas española y americana. Esta última sugiere, de hecho, la huida inmediata ante una situación agitada. “Etiopía tiene 115 millones de habitantes y esta región del norte son solo cinco. En mi opinión, solo si tomara unas dimensiones internacionales y entran Egipto, Sudán o Kenia de lleno en esta guerra, que lo veo muy raro e improbable, entonces sería una invasión del país y una guerra civil”.

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