Nacido en la localidad italiana de Cesena en 1717, Giovanni Angelo Braschi fue elegido Papa el 15 de febrero de 1775, siendo el 250º pastor en calzarse las sandalias del Pescador. Lo primero que hizo ya fue significativo: adoptar el nombre de Pío VI en homenaje de san Pío V. Elección que justificó así: “Es el último Papa a quien la Iglesia ha puesto en el número de los santos: yo quiero caminar sobre sus pisadas para llegar a la felicidad que goza”.
Como Pontífice, dejó su sello en la modernización de la administración y las finanzas vaticanas y en la centralización de sus poderes espirituales y políticos, lo que le llevó a tener numerosos choques teológicos y de poder con eclesiásticos y gobernantes de Italia y de buena parte de Europa que reivindicaban una mayor autonomía ante Roma.
Con todo, la gran crisis que debió acometer fue la que surgió en Francia tras el triunfo de la Revolución Francesa en 1789. Como recoge el libro ‘Diccionario de los Papas y Concilios’, dirigido por Javier Paredes, Braschi ya se posicionó en contra de las ideas ilustradas nada más ser elegido Papa. Así, en la Navidad de 1775, en su primera encíclica, ‘Inscrutabile divinae sapientae’, clamó con todas sus fuerzas contra “esos filósofos perversos que intentan disolverlo todo, gritando hasta la náusea que el hombre nace libre”.
Si esa fue su reacción contra los ilustrados, la que tuvo ante los revolucionarios que detuvieron a Luis XVI, acabaron con los privilegios eclesiásticos y exigió a los sacerdotes jurar fidelidad al nuevo régimen, fue aún más rotunda. Así, en 1791 rechazó formalmente todo lo expresado en materia religiosa por la Asamblea Nacional, suspendió de sus funciones a los clérigos que prestaron su juramento a la nueva ley y retiró a su nuncio en París.
La respuesta de los revolucionarios fue igualmente tajante, ocupando, entre otros, los territorios pontificios de Avignon. Mientras, en 1793, Luis XVI fue guillotinado, lo que llevó al Papa a mostrar su contundente condena y a celebrar unas exequias especiales por el Rey. Tomándose esto como una afrenta, el Directorio decretó la ejecución de 218 clérigos, incluidos dos obispos.
En esos años surgió ya con fuerza el papel como militar de gran prestigio de Napoleón, futuro emperador de Francia, quien, además de arrebatar definitivamente Avignon y Venaissim a los Estados Pontificios, forzó al Papa, en 1797, a aceptar la pérdida de algunas de sus principales posesiones en Italia: Bolonia, Ferrara y Romagna.
Un año después, el 15 de febrero de 1798, la tensión fue a más y el ejército galo conquistó la propia Roma, declarándola oficialmente como República. Se requisaron todas las propiedades eclesiales y se dictaron una serie de leyes destinadas a revocar la autoridad moral de la Iglesia, como el matrimonio civil y el divorcio. Arrestado y posteriormente expulsado al exilio, Pío VI, en todo momento en poder de las tropas galas, fue obligado a recorrer buena parte de Italia hasta ser instalado finalmente en la localidad francesa de Valence.
Gravemente enfermo, murió allí al mes de llegar, el 29 de agosto de 1799. Pese a manifestar en su último escrito que perdonaba de corazón a sus carceleros, no recibió un trato igualmente misericordioso en la hora final. Se le negó un oficio religioso y el prefecto de Valence, al inscribirle en el registro de defunciones, le describió como “el ciudadano Braschi, que ejercía la profesión de Pontífice”.
Tras su fallecimiento, se abrió entonces un período convulso en el seno de la Iglesia, habiendo casi siete meses sin Papa. Hasta octubre no se convocó el cónclave, que se celebró en diciembre en Venecia, donde se encontraban la mayoría de los cardenales mientras Roma seguía controlada por las tropas francesas. A todas las dificultades, se sumó la división de los purpurados, que tardaron otros tres meses hasta encontrar al sucesor de Braschi: Barnaba Chiaramonti, quien adoptó el nombre de Pío VII.
Si su predecesor había sido una gran molestia para Napoleón (aunque tuvo un último gesto de benevolencia al aceptar que el cuerpo de Braschi fuera trasladado en 1801 a Roma para ser enterrado en las grutas vaticanas), el nuevo Pío iba a convertirse en su gran pesadilla. Pero esa es ya otra historia.