En las montañas del Líbano, en la tranquila aldea de Fatka a treinta kilómetros al norte de Beirut, una comunidad de monjas lucha por sobrevivir y proporcionar alimentos y cuidados a ancianas, niños enfermos y familias enteras en situación de pobreza. Es un desafío diario en medio del hambre, del frío y de la enfermedad que se afronta en un país asolado por la pobreza, saqueado por una política avariciosa y debilitado por la emigración; un país del que los jóvenes sueñan con escapar y los especuladores se enriquecen en el mercado negro.
Las religiosas de la Congregación de las Hermanas Maronitas de la Sagrada Familia además hacen frente todos los días a la incertidumbre. “No sabemos si llegaremos al final del invierno”, dice la hermana Jocelyne Chahwane.
En el centro de Notre-Dame du Mont, un gran edificio blanco coronado por una cruz con vistas al esplendor del Mediterráneo, la hermana Jocelyne dirige la casa de huéspedes que una vez fue el pulmón financiero de la comunidad y de la propia congregación. Las instalaciones con 100 habitaciones, capacidad para 275 personas, un restaurante y un auditorio para retiros espirituales, convenciones, conferencias o seminarios-, estaban destinadas a mantener la residencia de las religiosas ancianas.
Pero hoy el país de los Cedros, ese Líbano, –definido como “la Suiza de Oriente Medio” por intelectuales como Amin Malouf, de origen libanés–, está al borde del abismo. “La crisis económica y la pandemia han hecho desaparecer a los turistas. Los extranjeros, ya no vienen. Estamos muy aislados”, explica la hermana Jocelyne. La residencia también acoge a mujeres mayores de los alrededores. Así, entre religiosas y laicas, la congregación se ocupa de 70 personas. Tienen en total 30 empleadas, “mujeres también: madres, esposas divorciadas, con problemas… Tenemos que darlas de comer a todas cada día. Es toda una hazaña”.
La hermana Jocelyne tiene 49 años, se consagró hace 21 años. Libanesa de Beirut, tenía 28 años y trabajaba como gerente en una gran empresa farmacéutica, SmithKline Beecham, cuando, durante un retiro espiritual, experimentó una gran crisis interior. Era el año 2000 y su empresa estaba a punto de fusionarse con otro gigante farmacéutico, Glaxo. “Me vinieron a la mente las páginas de la Biblia, el encuentro de Jesús con el rico que quería seguirlo. Cuando Jesús le dice: ‘vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y ven conmigo’, el rico se entristece. Y renuncia a hacerlo. Esa tristeza me tocó. Sentí que estaba llamada a servir. A los ocho meses dije mi gran sí a Cristo”.
En Beirut, en la sede de la Congregación de la Sagrada Familia, la hermana Jocelyne es la responsable de comunicación, tarea que ha compaginado durante los últimos cinco años con la misión de administrar la casa de huéspedes de Notre-Dame du Mont. Contaba con la ayuda de un equipo, pero ahora está ella sola.
“Los profesionales se van del país. Quieren asegurar un futuro para sus hijos y necesitan dinero para vivir. Por eso se van. De aquí, se han marchado siete personas: el responsable de operaciones, el responsable de redes sociales, el chef de cocina… Algunos se han ido a Europa, hoy viven en Francia; otros se han ido a Egipto, a Arabia Saudí…”. Solo cuatro religiosas se encargan de administrar el centro Notre-Dame du Mont: la superiora, la hermana Jocelyne y otras dos monjas que trabajan como enfermeras.
La hermana Jocelyne narra en orden cronológico los acontecimientos que han deteriorado la situación: el 17 de octubre de 2019, cuando se desató la ira popular contra la corrupción de la política y las calles se llenaron de una multitud enfurecida; la catástrofe del 4 de agosto de 2020, cuando estallaron 2.750 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut después de llevar años abandonadas en un almacén, provocando 217 muertos, más de 7.000 heridos y 300.000 desplazados; y, por último, la pandemia de coronavirus.
El efecto es una crisis económica y social que el Banco Mundial ha calificado como la peor en los 150 años de historia del país: dos tercios de la población viven por debajo del umbral de pobreza, la inflación es del 90% y la clase media ha desparecido. El tipo de cambio entre la lira libanesa y el dólar se ha disparado. En 2019, un dólar valía 1.500 liras; dos años más tarde, en el mercado negro, son 25.000 liras. Y el poder adquisitivo se ha desintegrado porque ahora un salario de un millón de liras, que rondaba los 660 dólares en 2019, ahora es de 70 u 80.
“En las calles del centro de Beirut o Trípoli se ven niños mendigando, vestidos con harapos”, aseguraba el escritor libano-alemán Pierre Jarawan, a Bookcity. “En Facebook, la gente cambia televisores por pañales. Los apagones están a la orden del día. La corrupción es rampante. Mientras que los ciudadanos corrientes solo pueden retirar cantidades limitadas de los cajeros automáticos, la élite política ha llevado sus millonarias fortunas al extranjero”.
En Fatka, en el centro de Notre-Dame du Mont, la hermana Jocelyne se enfrenta a tremendas dificultades. “Nuestra angustia diaria es cómo asegurarnos lo necesario para vivir, comenzando por la comida. Si necesito leche en polvo, por ejemplo, puedo tardar hasta tres días en encontrarla llamando a todas partes, preguntando dónde se puede comprar y tratando de conseguir el precio más bajo. Falta de todo. Incluso aceite para cocinar. También el jabón, los pañuelos desechables o el papel higiénico. Luchamos cada día por conseguir simplemente lo básico”.
Tampoco hay electricidad. “Es un problema enorme porque tenemos que pagar en dólares el mazout (el combustible para hacer funcionar los generadores), el gasóleo para garantizar el agua caliente y la calefacción”. En los rigores del invierno, es una necesidad vital, especialmente para las ancianas del hogar de mayores.
También hay escasez de medicamentos. Las monjas maronitas los piden como obsequio a los voluntarios que a veces llegan al centro Notre-Dame du Mont. “Pedimos a las asociaciones de París o Niza, a nuestros familiares y amigos que traigan medicinas para los enfermos crónicos. No solo pensamos en las religiosas de la Congregación, también en muchas familias”.
La ayuda llega de parte de los voluntarios de Ulis, Unité Lègere d’Intervention et de Secours, y de grandes organizaciones como Œvre d’Orient o Aide à l’Eglise en détresse de Francia que históricamente tiene grandes vínculos con el Líbano. “Pero el problema es que necesitamos poder contar con recursos estables para encontrar y comprar alimentos y pagar a nuestros empleados”, dice la hermana Jocelyne que confiesa sentirse “sola con mi responsabilidad, con las personas de mi alrededor que necesitan ayuda y con las ancianas que necesitan cuidados. Las necesidades son grandes y la ayuda no llega, no hay una coordinación real. Sufrimos por los niños, sufrimos mucho por ellos”.
En Navidad, la hermana Jocelyne pidió a sus amigas de París y Niza que trajeran un regalo especial para los pequeños enfermos: chocolate. Nada más que chocolate.
Hay un dolor particular en esta tragedia, una angustia añadida: “No es solo una cuestión política o económica; se trata de la identidad misma de los cristianos en el Líbano que está en entredicho”. En el país, un complejo mosaico de religiones, viven, o vivían antes de que la emigración vaciara las ciudades, dos millones de cristianos. “Es la comunidad más afectada por la crisis”, reflexiona la hermana Jocelyne.
“Mientras que todos nuestros vecinos son países musulmanes, aquí, en cambio, hay diversidad de credos y ritos. Los cristianos son la parte que más sufre porque los musulmanes chiítas cuentan con la ayuda de Irán y los sunitas de Arabia Saudita. ¿Pero los cristianos? Incluso, el Papa Francisco, al pedir oraciones por nosotros, recordó que somos el último bastión del cristianismo en Oriente Medio. Hoy la gran pregunta es: ¿Seguirá siendo Líbano un país cristiano?”
*Reportaje original publicado en el número de enero de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva