A sus 27 años, Claudia Alvargonzález Riera, residente de UCI en el Hospital La Princesa de Madrid, entró a trabajar en su centro médico en 2019. Al poco, la pandemia lo puso todo patas arriba: “Tengo un recuerdo algo borroso de esas primeras semanas, seguramente como un mecanismo de defensa. Aunque hay casos que jamás podré olvidar, como el de una mujer de 50 años que murió conmigo por un tumor en la cabeza sin diagnosticar. Y todo por la falta de medios y tiempo…”. También entonces vio morir a su propio tío en la unidad. Aunque ahí ella encontró un mayor consuelo: “Pudo confesarse y sé que se fue en paz”.
Un caudal de dolor que deja muchas “secuelas” y que en esa fase inicial supuso para ella “una especie de parón de fe. No en el sentido de culpar a Dios, pues la enfermedad es parte de la vida y nos hace valorar las cosas, sino en el de que fue un tiempo en el que ni siquiera me permití pensar en nada. Me entregaba, pero sin reflexionar. Hasta que me di cuenta de lo que me estaba pasando y hablé con un sacerdote amigo, el jesuita Álvaro Lobo. Me ayudó a canalizarlo y me permití al fin pensar en todo lo que estaba pasando”.
Así fue como se encontró con un sentimiento de “culpabilidad hacia Dios, pues, si había algo que me entristecía, era la soledad de tanta gente. Morían… y morían solos. Pero, a la vez, también vi claro cómo salió lo mejor de mucha gente. Gracias a esa capacidad de poder profundizar empecé a rezar más y a valorar aún más a mis seres queridos y el día a día, sin pensar tanto en el futuro”.
En plena sexta ola, Alvargonzález percibe cómo “no hay tanto miedo, pero sí más ansiedad, cansancio y crispación. Vamos a tope y no hay una sola guardia en la que no tengamos un paciente con Covid. Por eso sé que lo peor de la enfermedad, más allá de la muerte, es la soledad”.
En un sentido positivo, esto ha influido en su vocación y en su fe: “Entre mis compañeros hay gente que no se manifiesta creyente, pero sí son espirituales. Eso se refleja cuando los ves luchar al 100% por una vida, lo que también implica buscar la calidad de esta. Todos tratamos de manifestarlo en el trato con el paciente. Y sabemos que lo que más agradece es que le escuchen y le traten bien. Cuando eso ocurre, su agradecimiento es palpable“.
Y ahí, reconoce, “veo yo el papel de Dios: cuando estoy ante una persona a la que voy a atender, lo hago siempre desde esa clave de humanidad. Y luego me sorprendo, al rezar, recordando esa charla que he tenido con ella y en la que me alegra el haberle podido sacar una sonrisa. Son pequeños gestos, detalles, como coger una mano o sostener su teléfono para que puedan hablar con su familia, pero ahí está Dios”.