“Aparta de mí este cáliz, aparta de mí este cáliz…”. Esto era lo que Patricia Fraga, radióloga en el madrileño Hospital Universitario del Henares, se repetía mentalmente “todos los días cuando, a las siete de la mañana, emprendía mi viaje al hospital por esa M-40 vacía, silenciosa, oscura, de otro mundo”. En plena batalla contra lo desconocido, sentía que “nada iba bien”.
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Y es que, “como médico, era la primera vez que me enfrentaba a una enfermedad tan nueva y de la que no sabía nada. Desconocida, veloz e implacable. Nuestros pacientes morían. Y lo hacían solos, con el susto en la cara, la enfermedad en los pulmones y las manos estrechando el aire”.
Muchos miedos
“Como persona –admite–, tenía el miedo dentro. Miedo a llevar la enfermedad a los míos, a la soledad de las horas en casa en la que te aislabas de los demás (‘hay que protegerlos’, me decía), a no ser útil … Miedo a morir”.
¿Y como cristiana? “Ahí, paralizada. Tardé semanas en ver a Dios en este nuevo enfermo, en su sufrimiento y en su soledad. Siempre pedimos a Dios que se manifieste y le podamos ver, sentir y tocar. Y cuando lo hace como lo hizo en la crudeza de la primera ola, tardé semanas en encontrarle, en hablarle, en escucharle, en sonreírle cada vez que encontraba, hablaba, escuchaba o sonreía a un paciente, en tocarle cuando esas manos vacías se acercaban en busca de una caricia”. “El amor es lento –se dice–, al menos esto me repito como excusa por mi soberbia”.
Contra el hastío
Hoy, aunque agotada, Fraga pide vencer el hastío: “Hay negacionistas, y los que no se quieren vacunar, y los que rechazan el salvavidas de las mascarillas, y los que no cuentan a los fallecidos, y los que no han visto la soledad del otro… Y de nuevo, en mi inseparable soberbia, ahora me digo: ‘¡Por favor, dame un cáliz para darles con él en la cabeza!’”.