Reportajes

“Tengo una vocación más allá de la medicina y es la de la alegría”

  • Ana Sierra Losada, residente de tercer año de Medicina Familiar y Comunitaria en Zamora
  • Este 11 de febrero, la Iglesia vuelve a conmemorar la Jornada Mundial del Enfermo en plena pandemia
  • Especial ‘La fe de los sanitarios’





Ana Sierra Losada, con 27 años y residente de tercer año de Medicina Familiar y Comunitaria en Zamora. Recuerda que, cuando tuvo clara su vocación, muchos la desanimaban por lo duro de esta. “Lo tenía asumido –admite–, pero jamás imaginé que todo me golpeara tan pronto y a la vez”. Y es que “estaba en mi primer año de residencia cuando estalló la pandemia. Tras el desconcierto inicial, era como vivir una película de ciencia ficción. Pero era la realidad en toda su crudeza”.



Hoy, el panorama no es mejor… “Nuestro trabajo ha cambiado radicalmente. Los médicos de familia hemos perdido la presencia, el contacto con el paciente, el poder tocarle, mirarle a la cara”. En su caso, “tuve que aprender en tiempo récord esta nueva forma de medicina tan alejada de lo que me habían enseñado y de lo que para mí significa ser médico de familia”.

Sensación de impotencia

Para Sierra, en este tiempo “el sentimiento de impotencia es casi constante. Ves como todo se desmorona y, a pesar de tu empeño, no consigues nada… Es devastador para alguien cuya razón de ser es salvar vidas y aliviar el sufrimiento”. Ella misma, que ha caído varias veces “en la tentación del desánimo”, ve “a muchos compañeros frustrados y desmotivados. Grandes profesionales, con verdadera vocación por la medicina y a los que la creciente presión asistencial y la crispación social y política han hecho perder el foco”.

Aunque se agarra a algo que la trasciende: “He recibido el regalo de la fe y, como creyente, doy sentido a lo que ocurre a mi alrededor y tengo un referente, Jesucristo, en todo lo que hago”. “Mirar la realidad desde el prisma de la fe –añade– me ha hecho crecer en humildad y comprender que no soy una heroína; no lo puedo ni lo controlo todo. Mi razón de ser no es salvar vidas sin más, sino amar cada una de esas vidas y trabajar para que mis pacientes vivan mejor”.

En su mano

En esa meta, “la del amor, no hay restricciones ni trabas burocráticas. Dar la vida en cada minuto de consulta está siempre en mi mano, con lo que puedo transformar la frustración en satisfacción por el trabajo bien hecho y el heroísmo egoísta en entrega incondicional a los pacientes”.

Es así como siente aprovechada la oportunidad: “Me he preguntado mucho si estaba a la altura y era capaz de soportar tanto sufrimiento. He pensado que esto me venía grande y he tenido momentos de agotamiento físico y mental en los que me invadía la sensación de llevar una mochila muy pesada cargada de historias dramáticas, preguntas sin respuesta y heridas muy profundas. Pero, en la intimidad de la oración, donde descanso a los pies del que más sufrió por amor a la humanidad, encuentro respuestas y consuelo”.

Hacerse barro

“Si algo me ha enseñado la pandemia –reclama– es que, solo haciéndonos barro, frágiles y sensibles al dolor, solo dejándonos hacer en las manos del Padre, podemos ser verdaderos instrumentos para aliviar el sufrimiento del mundo desde nuestro trabajo”.

“La pandemia –concluye– marca ya nuestra historia. Además de las secuelas físicas, deja un poso de tristeza, amargura e insatisfacción permanente. Ahí, la mirada creyente sobre la realidad me interpela y me invita a luchar contra esta mancha. Tengo una vocación más allá de la medicina y es la de la alegría. No es un ‘todo irá bien’ pintado de colores, pero vacío de contenido y garantías. Lo que vence a esa tristeza instalada en el corazón de la sociedad es la alegría que nace de saberme hija del Padre. De un Padre que no abandona a sus hijos, pase lo que pase, y que siempre saca bien de cada mal que nos asola”.

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