Proponemos ahora un trazado de nuestro recorrido que tendrá, por supuesto, como texto principal de referencia los dos relatos iniciales del Génesis sobre la creación, uno atribuido a la Tradición Sacerdotal del siglo VI a.C. (Gén 1,1-2.4a) y otro a la Tradición Yahvista (siglo X a.C.), que es actualmente objeto de diferentes posiciones de acuerdo con otras coordenadas histórico-literarias (Gén 2,4b-3,24). Pero aunque esta sea la fuente fundamental, los ríos de nuestro análisis se ramificarán por el extenso territorio de las Sagradas Escrituras hebreas y cristianas.
La primera parte, por tanto, comienza con el horizonte de la creación, que desgarra el silencio de la nada con la palabra creadora divina. A la cabeza del acto creador se coloca ‘ha-’adam’, el Hombre, con su misión de “cultivar y custodiar” la tierra, pero también de “dominarla y someterla”, expresiones que merecen una cuidadosa interpretación para evitar abusos. Surgen otras consecuencias importantes: desde la sostenibilidad hasta el diálogo entre ciencia y fe, sobre todo con la dialéctica de la evolución-creación, desde el diseño de la creación hasta su finalidad escatológica.
La segunda parte está protagonizada por la creatura primordial, la luz, un arquetipo no solo natural y universal, sino también teológico, que se manifiesta con la afirmación “Dios es luz” y con la posibilidad –gracias a su propia condición– de describir la inmanencia y la trascendencia. Luego la mirada se dirigirá a las estrellas, que parecen centinelas celestes; al sol, al que se ordena que se “detenga” en el episodio de Josué, y al fuego, pero también a las categorías espirituales del esplendor de la Natividad y de Cristo, “luz del mundo”.
La tercera parte introduce la otra realidad primigenia, el agua, cuyo flujo natural y simbólico empapa muchas páginas bíblicas y se convierte en signo de vida física pero también espiritual, saciando la sed y regenerando el espíritu en el bautismo. Sería posible componer un auténtico acuario bíblico formado por manantiales y torrentes, ríos y pozos, piscinas y cisternas, nubes y lluvia, olas y tempestades, nieve y rocío. Pero si es verdad que existe una hidrografía bíblica marina y fluvial que tiene como eje el Jordán, también es verdad que se delinea un rostro oscuro del agua. Es el misterio que se oculta en el mar, considerado como símbolo del caos y de la nada; en el diluvio se manifiesta de forma devastadora, provocando una especie de des-creación.
En la cuarta parte se elevan los montes, que adoptan diversos rasgos en la estructura geográfica e histórica. Porque a menudo son cumbres sagradas y destino místico y literario, pero son también “tierras altas”, señal de idolatría. La orografía bíblica permite trazar en cierto modo una secuencia de la propia historia de la salvación. Es lo que proponemos con el ascenso a nueve “montes sagrados”, cinco del Antiguo Testamento (Moria, Sinaí, Nebo, Sion y Carmelo) y cuatro del Nuevo (el monte de las Bienaventuranzas, el de la Transfiguración, el Gólgota y el de los Olivos).
La quinta parte se centra en un escenario exuberante, el de la vegetación. La botánica bíblica es fenoménica y simbólica al mismo tiempo y comienza con el misterioso y fascinante jardín del Edén, donde se elevan árboles imposibles de clasificar a nivel científico, como el árbol “de la vida” y el árbol “del conocimiento del bien y del mal”. El jardín será posteriormente el lugar de la culpa, pero es también la sede del amor, en el Cantar de los Cantares, y se transfigurará en paraíso escatológico. (…)