Daniel Lazar, sacerdote rumano de rito oriental que pastorea desde hace años una comunidad en Ciudad Real y quien días atrás detallara en Vida Nueva cómo está siendo la impresionante acogida en la frontera entre su país y la golpeada Ucrania, vuelve a contactar con esta revista para poner rostro a dos de estas historias marcadas por la guerra con Rusia.
La primera “la protagoniza una anciana ucraniana que llegó a Rumanía el domingo y el lunes falleció… Una mujer, como tantas otras de Ucrania, que tienen lejos a sus hijos. Ahora, con 84 años, con sus problemas de corazón y de diabetes, se vio obligada a dejar su casa por miedo a la guerra, y tuvo que emprender ese difícil viaje hacia tierras pacíficas, hacia el oeste, donde no ser amenazada por los bombardeos, los misiles, los carros blindados, las explosiones”.
En las imágenes que la televisión ha ofrecido de ella, “la veo preocupada, pero no angustiada, sino confiando en quienes le dan la bienvenida a tierras rumanas vecinas. No dice muchas cosas; parece tranquila y acepta con docilidad la situación. Otros, a su alrededor, explican y gesticulan, pero ella tiene la mirada como lejos: quizás tiene el pensamiento en sus hijos… Quién sabe desde cuándo no los ve”.
Finalmente, “las imágenes muestran cómo sube a un microbús. Se dice que fue llevada junto a otros acompañantes a ser alojada en un centro estudiantil. Allí, a causa del cansancio extremo, los nervios, las emociones y seguro que por su estado de salud frágil, no puede más. Los auxilios recibidos en seguida ya no la devuelven a esa tierra, llena de amargura y problemas. Ya está dirigiéndose a la otra tierra, la definitiva, la morada final… Allí donde no hay dolor, ni tristeza, ni suspiro, sino vida sin fin”.
La segunda historia es en clave de esperanza: “Sever, el hermano de mi amigo Paul, recibe hace dos días una llamada alarmante de parte de sus amigos ucranianos, residentes en Alemania: hay tres mujeres y dos niños que han emprendido el camino hacia Rumanía desde la zona este Ucrania. Una de ellas está embarazada de nueve meses; parece que ya ha salido de cuentas. Pero algo le hace marcharse de su ciudad y enfrentarse al frío, al cansancio, arriesgándolo tanto; es imaginable el motivo: vienen los rusos”.
Entonces, “su hermana percibe su angustia, el no saber bien qué hacer ni adónde ir en aquellos momentos (quería ir con unos familiares en Polonia), y piden ayuda a Sever. Al poder ponerse en contacto y recibir la promesa de que alguien les esperaría al otro lado de la frontera, se tranquilizan. Llevan más de 20 horas y todavía no han conseguido cruzar la frontera. Han caminado unos cinco kiómetros desde donde les ha dejado el amigo que les ha traído en coche, y que ahora vuelve para enfrentarse a los rusos”.
La escena se acerca a su final: “Hace muchísimo frío, ha nevado y sobre todo hay un viento intenso, que les hace sufrir mucho. Dicen que les quedan bastantes horas de espera, pero no hay marcha atrás; en frente está Rumanía, territorio OTAN. Allí no se escuchan explosiones. Hay paz, hay silencio.
Desde Cluj, a unos 400 kilómetros de la frontera, “mi amigo Paul y su hermano Olimpiu (pues Sever no está ahora en el país) van a recogerlas. Habían preparado de prisa la acogida: había buscado un hospital, en caso de que rompiera aguas estos días, y hablado con un hotel que acoge gratuitamente a refugiados. Esas mujeres llevan esperanza en sus corazones. Y, además, una la lleva incluso en su vientre”.