El Museo del Prado reúne por primera vez los frescos de la desaparecida capilla del banquero palentino Juan Enríquez de Herrera, que el gran Annibale Carracci (Bolonia, 1560-Roma, 1609) concibió y pintó en la iglesia de Santiago de los Españoles de Roma. “Es un conjunto de pintura mural de excepcional importancia, el gran desconocido del catálogo de Carracci. Entre otras circunstancias, por la dispersión de las pinturas, ya que sería necesario trasladarse a tres ciudades en dos países diferentes para poder contemplarlas: Madrid, Barcelona y Roma”, afirma Andrés Úbeda, director adjunto de Conservación de la pinacoteca madrileña.
El “extraordinario montaje”, como lo define el también comisario, permite a los visitantes ver dieciséis de los diecinueve frescos según su disposición original, antes de que en 1833 fueran desmantelados por el deterioro del templo sito en la plaza Navona –que posteriormente se transformó en la actual iglesia de Nostra Signora del Sacro Cuore–, convertido desde mediados del siglo XVI en “uno de los lugares de mayor importancia religiosa, simbólica y representativa de la monarquía española en Roma”, según relata Úbeda.
“La capilla fue dedicada a san Diego de Alcalá, monje franciscano del siglo XV, elevado a los altares en 1588 –prosigue–, de quien el banquero era muy devoto, en agradecimiento por la ayuda recibida en la recuperación de la salud de su hijo Diego, nacido en Roma en 1596”.
La construcción de la capilla tuvo lugar entre 1602 y 1606, años en los que se produjo también la intervención de Carracci, el gran protagonista de la renovación naturalista de la pintura religiosa en el último tercio del siglo XVI, hasta entonces fiel a la tradición manierista. “Fue su último gran encargo tras decorar la galería del Palacio Farnese, la obra que le otorga fama entre sus contemporáneos”, valora Úbeda. El pintor boloñés ideó todo el conjunto de la vida y milagros de san Diego de Alcalá, y llegó a ejecutar algunos de los frescos antes de que en 1605 sufriera una grave enfermedad y le sustituyera Francesco Albani.
“Las escenas imaginadas y pintadas por él y sus ayudantes se enmarcan en una concepción nueva de la pintura religiosa que surgió en Roma en torno al cambio de siglo, consistente en la producción de narraciones extraídas de la vida diaria, creíbles para sus contemporáneos, en la línea de lo propugnado por reformadores de la Iglesia como Cesare Baronio”, expone Andrés Úbeda.
“A ello colaboró la biografía del propio san Diego de Alcalá –reseña el director adjunto de Conservación del Prado–, personaje modesto, cuya vida transcurrió por veredas ausentes de épica, con dos momentos estelares: su viaje evangelizador a las islas Canarias y el que realizó a Roma en 1450, con motivo de la canonización de san Bernardino de Siena y del jubileo celebrado ese año. Esa ausencia de épica fue representada por Carracci con un tono escasamente enfático, coherente con la mencionada corriente de pensamiento y la biografía de Diego”.
Siete de los frescos pertenecen a la colección del Museo del Prado, y no se exponen desde 1970. Han sido restaurados, y por primera vez, para la muestra. “Los primeros son los cuatro trapecios que decoraban la bóveda de la capilla y que narran asuntos relativos a la vida del santo andaluz”, describe el director adjunto de Conservación de la pinacoteca madrileña.
Se trata de San Diego recibe limosna, Refacción milagrosa, San Diego salva al muchacho dormido en el horno y San Diego recibe el hábito franciscano. “Además, poseemos tres óvalos que se situaban en las pechinas: San Lorenzo, el más bello de todos ellos, San Francisco y Santiago el Mayor –añade–. Este último es, de todo el conjunto del Prado, el único que se atribuye a Albani”.