Al escribir unas líneas para prologar el libro Caminos para una teología del pueblo y de la cultura, de Rocco Buttiglione, de inmediato mi mente y mi corazón me conducen a Romano Guardini, y a través de él, a repensar a mi pueblo, el Pueblo de Dios, al que pertenezco y al que debo mi definición más profunda como persona y como Pastor.
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La pasión por comprender lo “concreto viviente” fue uno de los rasgos más característicos de Guardini. Ante los irracionalismos que afirman la primacía de lo emotivo y de lo práctico con sacrificio de lo reflexivo, y ante los racionalismos que sostienen la superioridad de los conceptos sofocando la realidad, Guardini logró articular una interpretación del mundo que permite afirmar que la única manera de comprender la realidad singular y viviente de las personas y de los pueblos es a través de un acto bipolar, intuitivo y conceptual a la vez.
Dicho de una manera un tanto simplificada, para comprender la verdad, es necesario sumergirse en una dialéctica dinámica entre vida y pensamiento. Solo de esta manera es posible evitar la dolorosa fractura entre las ideas y la realidad, y su consecuencia inmediata: la fractura entre el pueblo y quienes dicen “pensarlo”, “dirigirlo” o “administrarlo”.
Conforme pasan los años, y los escenarios se vuelven más complejos, creo que Guardini es verdaderamente un hombre que presintió el arribo del cambio epocal que se avecinaba, y ofreció las herramientas para que el mundo de la persona, con toda su interioridad característica, y el mundo de las cosas, con su insistente dimensión objetiva, no se concibieran como enemigos, sino como aliados complementarios en el reconocimiento de la verdad. Esta mirada complexiva que abraza la subjetividad y la objetividad no es un mero irenismo filosófico, sino el reconocimiento integral de la realidad que se encuentra en la base de otros reconocimientos igualmente importantes.
Guardini, siguiendo estas pistas, nos ayuda a entender que la persona y el pueblo son dos realidades entretejidas. El pueblo, no solo es un agregado de seres humanos, sino una comunidad de valores, de relaciones, de historia, de lengua, de creencias y de horizonte utópico compartido. El pueblo es síntesis de lo más humano que poseen las personas que lo integran y, por ello, comprenderlo a fondo es penetrar en el fascinante misterio del ser humano en relación.
El libro de Buttiglione es mucho más que una reflexión sobre Guardini. Sin embargo, en cierto sentido, lo que en el filósofo ítalo-alemán estaba en semilla, Buttiglione lo logra desdoblar a través de sus explicaciones sobre cómo en América Latina nos concebimos “pueblo” y eventualmente “Pueblo de Dios”.
“Teología del pueblo”
Para ello, rastrea no solo las causas y los temas que motivaron la aparición de la “teología del pueblo”, sino que explora con agudeza algunas de las intuiciones más queridas del recordado Alberto Methol Ferré, del pensamiento de Lucio Gera, de Rafael Tello y de Juan Carlos Scannone, SJ. Así mismo, nos ayuda a redescubrir la importancia del barroco latinoamericano, el significado religioso y cultural del acontecimiento guadalupano y la forma que los cristianos tenemos de aprender a leer la historia.
Me alegra que Buttiglione, autor que ha escrito uno de los más importantes libros sobre el pensamiento de Karol Wojtyla1, destaque que la forma de afrontar el desafío del comunismo realizada por san Juan Pablo II, si bien transcurrió en paralelo a la lucha entre el capitalismo y el comunismo, no debe identificarse con esta. Esta observación es aguda, ya que, desde su época como arzobispo de Cracovia, y luego como Pontífice de la Iglesia católica, san Juan Pablo II cuidó enormemente el afirmar el carácter trascendente del evangelio y de la persona humana.
Esto no significa que concibiera el evangelio o la persona de manera abstracta, como realidades fuera de la historia. Significa que el evangelio y las personas, en el interior de la historia, permanentemente la rebasan y permiten mantener una mirada crítica hacia todas las ideologías, sean del signo que sean.
En cierto sentido, esta también es la preocupación central en la “teología del pueblo”: ¿Cómo lograr una reflexión teológico-pastoral pertinente que nos ayude a colocarnos en movimiento a favor del pueblo, a favor de los más pobres y excluidos, sin caer en las trampas de los reduccionismos ideológicos? En los orígenes de la “escuela del Río de la Plata”, el principal horizonte que se buscó superar era el de las fáciles simplificaciones que buscaban compromisos con algún tipo de pensamiento marxista, sin negar el papel que posee el “conflicto” en la dinámica social. Este esfuerzo reflexivo, fuertemente orientado par una preocupación pastoral y popular, dio frutos buenos que son perceptibles en diversos campos, incluso en el magisterio episcopal latinoamericano.
¿Qué nos puede ayudar a comprender al pueblo, y en particular al santo Pueblo fiel de Dios, sin distorsionarlo, sin manipularlo, sin sacrificarlo? ¿Qué nos puede ayudar “pedagógicamente” a corregir la mirada puramente instrumental o ideológica, a contener nuestros secretos deseos de poder, a evitar cometer traición contra las personas, en especial, contra las más vulnerables y excluidas?
Soy de la opinión que en el fondo la respuesta a esta pregunta implica una cuestión de fe: mantenerse fiel a la certeza de amor que Jesucristo nos comparte. Sin embargo, para que esto no suene abstracto es preciso mirar cómo la certeza de la fe se encama en la cultura de los sencillos y cómo se expresa por vía simbólica. A este respecto he escrito en la exhortación apostólica Evangelii gaudium: “Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Solo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones solo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5)”. (EG 125).
Piedad popular
En efecto, la piedad popular es un lugar teológico, es decir, un lugar que con autoridad nos muestra aspectos relevantes de las verdades de la fe. René Laurentin y Hans Urs von Balthasar, cada uno con su lenguaje, ya nos habían enseñado que la vida de la Iglesia, la vida de los fieles y de los santos, son fuente que anuncia la existencia y el mensaje de Jesucristo de una manera peculiar. Esto, trasladado a nuestro contexto, conlleva que quienes viven la experiencia de la piedad popular y se descubren a sí mismos en su interior, se toman instancias de testificación de la verdad revelada.
Dicho de otro modo, la piedad popular no solo contiene “semillas del Verbo” –como decían los obispos en Medellín (1968)–, sino “frutos” del Verbo de Dios en el corazón de las personas y de las comunidades –como reconocimos en Aparecida (2007)–. Por eso no es artificial que también hablemos de “Espiritualidad popular”, porque es el Espíritu el que santifica también la vida a través de los símbolos, oraciones, cantos y peregrinaciones que marcan la vida de muchos miembros de nuestros pueblos, aún hoy.
Buttiglione observa agudamente que las múltiples formas de esta religiosidad en América Latina resisten a las comprensiones secularizantes de la vida social y de la Historia. Esto es uno de los muchos signos que nos permiten entender que América Latina posee una especificidad propia en su dinámica social y cultural. Especificidad que no puede ser explicada cabalmente desde modelos de interpretación social construidos en otras latitudes.
En efecto, las teorías de la secularización y las teologías que de algún modo se inspiraron en ellas, encuentran en la piedad popular un contrapunto que debería ayudarlas a corregirse y a reformularse. En cierta medida, el fracaso pastoral de las formas ideologizadas de teología de la liberación se puede explicar precisamente aquí: el marxismo, para ser verdad, debería correr a la par de un proceso de secularización creciente. Por el contrario, el pueblo pobre latinoamericano muchas veces vive el dolor y la exclusión desde una experiencia espiritual singular que le da esperanza, y que mueve a la fraternidad y a la lucha por la justicia, sobre todo en momentos de grave urgencia o emergencia. (…)