Llamada a ser mujer sacerdote: pero ¿es eso posible?
Siento firmemente que Dios me ha llamado a ser sacerdote en la Iglesia católica romana. No se trata de una mera corazonada y no es un sentimiento limitado a un único instante en el tiempo. Es más bien un proceso lento en el que sientes, una y otra vez, que estás siendo llamado. A veces puede ser aterrador, porque no sabes si estás a la altura de la tarea. Al principio percibes un sentimiento que te dice que le digas sí al ministerio sacerdotal. Para obtener una aclaración en esta «fase inicial» es de suma importancia reflexionar sobre la vida sacerdotal. Yo oré mucho y hablé con amigos, con mi familia y con personas de mi parroquia en las que confiaba.
Durante todo ese tiempo luché con Dios en mi oración. Expresé con palabras los resultados de este proceso y los debatí con compañeros espirituales. De ese modo, mi relación con Dios se hizo más fuerte, y mi vocación, más definida. El primer florecimiento de una vocación está por encima de todo tipo de sentimientos del corazón, que, poco a poco, han de pensarse cuidadosamente e ir clarificándose. Es muy difícil de describir.
Todo aquel que se haya sentido llamado sabe lo difícil que es expresarlo con palabras, porque las palabras nunca podrán manifestar el alcance completo de lo que se está sintiendo. El comienzo de una vocación es un momento muy privado, íntimo, entre Dios y la persona a la que llama. De ese modo comienza a crecer el anhelo por la vida sacerdotal. Hoy puedo decir abiertamente y con sinceridad que estoy llamada a ser sacerdote en la Iglesia católica romana.
Con frecuencia me planteé si mi vocación podía encontrar otra manifestación en algún otro servicio dentro de la Iglesia. Pero Dios me llevaba reiteradamente de vuelta a mi destino como sacerdote. Una segunda señal de la verdadera vocación es la poderosa motivación para servir y el deseo de estar ahí para los demás. Además, tiene que haber un deseo de ponerte al servicio de Dios y de poner tus deseos por detrás de los de Dios. Porque un sacerdote se ordena para los demás y nunca para sí mismo (o para sí misma).
Ser llamado significa entrar al servicio de los demás. Si alguien quiere ser sacerdote para ganarse la estima de su familia o para adquirir una posición bien reconocida, respetada o de autoridad, o si alguien se hace sacerdote porque su familia le insiste para que se case y quiere escapar de esa presión, no se trata de un motivo legítimo.
Un tercer criterio que puedes usar para valorar tu vocación es tu aptitud para el ministerio sacerdotal. En este ámbito, los estudios universitarios de teología, al igual que tu habilidad personal para inspirar entusiasmo por la fe en los demás, juega un importante papel. Una persona que no se lleva bien con los demás difícilmente podrá servir bien como sacerdote, dado que su tarea consiste en estar ahí para los demás y en cuidar de ellos.
Otra consideración acerca de la vocación es que otras personas la confirmen. Es posible que tan solo te estés imaginando que te has sentido llamado, y necesitarás que otros confirmen la autenticidad de tu vocación. En mi caso, diferentes personas en todo tipo de situaciones han confirmado que creen que estoy llamada a servir como sacerdote en la Iglesia católica romana.
Sé que he sido llamada a algo que hasta ahora no ha sido posible. Pero eso me motiva a defenderlo. Siento el anhelo de administrar los sacramentos y de estar en pie en el altar como una mujer sacerdote de la Iglesia católica romana. Si sientes una vocación sacerdotal, no te sientes en primer lugar llamado a dirigir una parroquia, sino a servir en la Iglesia: a administrar los sacramentos y a fortalecer la fe de la gente. Por medio del diálogo y de la oración cada uno debe averiguar si su vocación está relacionada con el ministerio sacerdotal o con otro ministerio dentro de la Iglesia.
No soy la única mujer que se siente llamada a ser sacerdote en la Iglesia católica romana. Por tanto, mi lucha no es aislada ni es en vano. Sé que Dios me ha encomendado la tarea de defender una renovación de la Iglesia católica romana. No soy especial. Después de todo, soy tan solo una de siete mil millones de personas aquí en nuestro planeta. Pero mi sueño puede parecer especial.
Cuando era adolescente, pensaba que era “solo” una entusiasta de Jesucristo. Pero poco a poco fui dándome cuenta de que había algo más en juego. Era un ardor por el ministerio sacerdotal. No solo tenía el deseo de predicar, de celebrar la eucaristía, de bautizar niños, de escuchar en confesión, de celebrar matrimonios y de dar la unción de enfermos, sino que me sentía llamada a hacerlo.
¿Es presuntuoso pensar algo así y hablar sobre ello? No lo creo. Dios me ha dado algo grande. Aunque, en las circunstancias actuales, no puedo cumplir del todo mi vocación, al menos tengo la oportunidad de hacer todo lo posible para que sea una realidad. Cuando era adolescente, pensaba que no podría ser llamada al sacerdocio igual que un hombre. Después de varias conversaciones con sacerdotes, pero también con amigos y conocidos, y después de diversas peregrinaciones, sé que una mujer puede ser llamada a seguir el camino de Dios. Porque, ¿por qué Dios habría de llamar solo a un hombre, si Dios creó al hombre y a la mujer y los puso al mismo nivel? ¿Hizo realmente Dios una distinción entre ellos dos? ¿Acaso Dios no mira el corazón de las personas?
Cuando uno de mis amigos le preguntó a un sacerdote si las mujeres podían sentirse llamadas a ser sacerdotes en la Iglesia católica romana, contestó: “No, eso está totalmente descartado. Solo los hombres pueden ser llamados por Dios al sacerdocio. Las mujeres no”. Son palabras muy claras. Pero ¿no expresan acaso una enorme presunción? ¿Cómo puede saber él que Dios no puede llamar ni va a llamar a las mujeres al sacerdocio?
Si una mujer se siente llamada al sacerdocio, no debería rechazar la llamada de Dios. Las mujeres no tienen por qué esconderse. Dios nos ha dado voz para hablar. Y debemos hablar en voz alta y con valentía, como hizo Jesucristo. Sabemos que la llamada procede de Dios, no de otras personas. Es un error decir que la vocación de un hombre es válida, pero que la de una mujer no lo es. La Sagrada Escritura lo dice claramente: “No hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”.
Por supuesto, sé que no me van a ordenar sacerdote en la Iglesia católica romana mañana (dependiendo, claro, ¡de cuándo estés leyendo este libro!). Hasta que eso ocurra, tendré que optar por otro camino profesional. Pero en algún momento en el futuro mi vocación prevalecerá y seré sacerdote de la Iglesia católica romana. De eso estoy completamente segura.
Siento que he sido escogida para defender una Iglesia misericordiosa, una Iglesia que escucha y que es mantenida por gente joven. Me siento escogida, junto con muchos otros fieles en la Iglesia, a alcanzar por fin la igualdad entre hombres y mujeres y a abrir las puertas del sacerdocio a las mujeres. Me siento un tanto incómoda, porque no puedo pasar por alto los defectos actuales de la Iglesia católica romana.
En nuestras latitudes, mostrar una actitud desafiante no pone nuestra vida en peligro. Aunque sí puede ponerte en situaciones desagradables. En el pasado, o en otros lugares del mundo incluso hoy día, mostrar una actitud desafiante como esta podría exponerte a algún peligro. Por eso creo que es más importante mostrar valentía aquí y ahora. Porque es la única manera de que las cosas cambien […]