No hubo tensión. Sí recriminaciones. No al cardenal, sino al proceder de la Iglesia por mirar para otro lado, por no actuar, por revictimizar con falta de decoro. “Nos hemos sentido escuchados”, admitía en público Ana Cristina Cuevas, portavoz de la Infancia Robada, tras la reunión de tres horas y media que mantuvieron quince víctimas de la plataforma con el presidente de la Conferencia Episcopal, Juan José Omella.
El purpurado abrió el turno de palabra. Para acoger. Con el perdón por delante. Y para escuchar. Uno a uno. Cada uno de los participantes compartió su calvario. El sufrido por parte de los depredadores que abusaron de ellos o de sus familiares. Hermanos o hijo. El padecido después por las sospechas generadas ante sus denuncias, cuando no ataques por algunos eclesiásticos.
Ellos hablaban. Y lloraban. Unos, en tono de absoluta derrota. Otros, con más beligerancia por las heridas que todavía supuran y se expresan desde el grito. Omella apuntaba. Y empatizaba. Así lo comparten algunas de las víctimas a Vida Nueva, que percibieron la cercanía del purpurado desde que les recibió en el descansillo de la sede de la Conferencia Episcopal a cada uno de los gestos y detalles que tuvo en la sala del primer piso donde discurrió el encuentro.
Alguno de los presentes llega a definir la cita como una auténtica “catarsis”. Como un punto de inflexión sanador para quienes llegaban con sus reivindicaciones y su dolor en una mochila que pesa demasiado. No se encontraron con un clérigo que se posicionaba frente a ellos, sino con un pastor que se sentaba a su lado. Un hombre impactado. No porque no se hubiera encontrado antes con testimonios de menores vejados, pero sí uno detrás de otro en un mismo encuentro.
En el ‘hall’ de la Casa de la Iglesia se reconocía entre los asistentes a alguno de los rostros mediáticos de esta lacra, como Emiliano Álvarez, ex seminarista de La Bañeza, o Juan Cuatrecasas, el padre de la víctima del colegio Gaztelueta del Opus Dei y actual diputado del PSOE. Junto a ellos, detrás de las mascarillas, otras historias igual de letales, como el matrimonio que vio cómo su hijo se suicidó por no soportar el peso de los abusos o un religioso por ser víctima y denunciante de lo que ocurría en el seno de su congregación. Católicos a quienes les hicieron perder la fe, a apostatar en algunos casos, a quitarse la vida en otros.
Todos hablaron. No hubo prisa. Y compartieron con el presidente de los obispos españoles el comunicado que después leerían ante los periodistas. Su oposición a colaborar con el bufete de Cremades&Calvo-Sotelo por su vinculación con el Opus Dei y por su desatino en los formularios y mecanismo de atención a quienes se han acercado estas semanas a colaborar. Su defensa de la Comisión del Defensor del Pueblo promovida por el Gobierno. Y sus peticiones directas a la Iglesia: un perdón colectivo de obispos y congregaciones y justicia restaurativa, que pasa, entre otras cosas, por financiación de las terapias e indemnizaciones por la incapacidad laboral derivada de un trauma que no desaparece.
Juan José Omella acogió las demandas. Se las trasladará a los demás obispos. Y al Papa. Según cuentan desde Infancia Robada, el presidente del Episcopado no invalidará ni frenará el trabajo de Cremades, pero sí se comprometió a buscar alternativas para que toda víctima tenga otro cauce adecuado. Porque el despacho de abogados es la vía elegida por los obispos, pero no será el único intermediario ni la única voz autorizada para poder denunciar, para participar en la investigación abierta por la Iglesia que, lejos de estar cerrada en su metodología, sigue abierta. Como la puerta del cardenal.