Paulinho, un habitante de calle en São Paulo, la ciudad más poblada de Brasil, no tenía más opciones ese día, cuando las autoridades decretaron el confinamiento obligatorio por cuenta de la “gripita”, como calificó, en ese entonces, Jair Bolsonaro, presidente del país suramericano; pero no, a Paulinho, como a los más de 30.000 ciudadanos de calle en esta ciudad, le tocó ver la peor cara de la pandemia.
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Ese día vomitó mucho, tenía diarrea, estaba deshidratado, pensó que moriría. Una decisión de última hora llegó por ensalmo: “Tengo que ir a casa de dom Lancellotti”. Se trata de Julio Renato Lancellotti, un sacerdote brasileño, que a pesar de sus 72 años, salió sin miedo a las calles del barrio de Mooca en plena pandemia, donde es párroco de la iglesia San Miguel Arcángel, allí dirige el centro de atención São Martinho.
Lancellotti quedó marcado por la historia de Paulinho, que al llegar a la parroquia “vomitaba y evacuaba sin parar”, cuenta el sacerdote, quien desde 1985 asumió el estado clerical, influenciado por su gran amigo Luciano Pedro Mendes de Almeida, entonces obispo auxiliar de São Paulo. Van más de 27 años al servicio de los descartados y, en pandemia, se armó de un carrito de mercado con alimentos, artículos de higiene y mascarillas para los más pobres.
Secreto de confesión
Paulinho pasó varios días tumbado –recuerda Lancellotti, quien también coordina la pastoral de habitantes de calle en la arquidiócesis– mientras que pudo conseguir asistencia médica. “Lo hidratamos, cambiamos de ropa, pudimos asearle, hasta le pregunté qué había comido”.
Entonces el hombre, cabizbajo y avergonzado, soltó tras un largo silencio: “Me comí un pedazo de pollo podrido”. El cura no podía salir de su asombro: “¿Pero por qué te comiste eso, muchacho?”. En un soliloquio que duró una eternidad, Paulinho, como en secreto de confesión, dijo: “Estaba con hambre, padre”. Esta vez el ángel de los habitantes de calle quedó sin palabras, casi alicaído.