Mujeres de ayer y de hoy han viajado hasta el epicentro de la Resurrección
Es sábado por la mañana. El sol ya alto en el azul intenso del cielo de Jerusalén se refleja en la Basílica del Santo Sepulcro. La plaza está semidesierta. Todavía no hay peregrinos en Tierra Santa dos años después del inicio de la pandemia. La antigua puerta de madera está abierta de par en par y solo hay dos mujeres en el umbral. Llevan un velo blanco, que les cubre la cabeza y el cuerpo y también les sirve para envolver a dos bebés que llevan sobre los hombros.
Se descalzan, se arrodillan y besan la jamba de piedra del portal de entrada de la Iglesia de la Anástasis, el lugar sagrado más querido de la cristiandad. Su peregrinación tras las huellas de la pasión y resurrección de Cristo continúa adentro, descalzas. Un signo de pobreza del corazón que para las cristianas etíopes de la Ciudad Santa es también pobreza material.
Viven con poco o nada, porque su comunidad tiene pocos medios para mantenerse, pero sus rostros no expresan tristeza. Se han convertido en una presencia familiar para los pocos fieles que se reúnen en silencio en oración en la Basílica. Una cita cotidiana en el lugar donde, hasta marzo de 2020, aturdía el ruido y el desorden de multitudes de turistas y peregrinos.
En ese momento había menos atención a esos cuerpos envueltos en blanco. Las cristianas de Etiopía tienen una modestia casi instintiva, pero hay algo profundamente conmovedor en su necesidad física de diálogo. Tocan y besan cada piedra y susurran las letanías durante horas para entrar en la intimidad del amor del Señor que todo perdona.
Un camino de conversión que ha durado 2000 años. En la entrada, sobre la piedra de la unción consumida por los pañuelos de los peregrinos para recoger el perfume del nardo bendito, unas imágenes muestran al grupo de mujeres del Evangelio que nunca abandonaron a Jesús. Estuvieron al pie de la Cruz en el Calvario, fueron en la madrugada del sábado a llorarlo al Sepulcro y fueron las primeras en contemplar su rostro transfigurado.
“No se trata solo de María Magdalena, sino de un grupo de mujeres que luego pasan a formar parte de la Tradición. Tanto es así que a partir de estos grupos se crean otros memoriales además del Santo Sepulcro”, explica el padre Eugenio Alliata, quien conoce literalmente cada detalle de estas piedras. Presente y pasado. El padre Eugenio es franciscano y tiene 71 años, de los cuales 40 los ha pasado como arqueólogo en Tierra Santa.
Es además docente y director de las colecciones arqueológicas del Studium Biblicum Franciscanum de Jerusalén. “En el Evangelio se dice también que Jesús se aparece a las mujeres en el camino, cuando volvían del Sepulcro. Por eso, entre la basílica y el monte Sion había otro memorial donde detenerse mencionado en los diarios de los peregrinos de 1500 a 1900. Hoy ya no sabemos dónde está. De ese grupo de mujeres, María Magdalena es la más conocida. Algunos ven en su visita al Sepulcro una primera forma de peregrinación. Estas mujeres fueron las primeras. Es la primera noticia del Sepulcro de Jesús sin el cuerpo como lugar de peregrinación. Toda la historia de la peregrinación se basa después en los lugares, en el atractivo que tienen, aunque en el lugar concreto ya no esté Jesús o ni siquiera algo concreto que vincule el lugar con la enseñanza de Jesús. Puede que se hayan convertido en lugares con un sentido contrario al que tenían en un principio, pero mantienen su fuerza de atracción”.
En la Basílica del Santo Sepulcro hay tres lugares que recuerdan el encuentro de Jesús con María Magdalena. Cada una de las comunidades que hoy la habitan y custodian tiene su propio altar dedicado al primer testimonio del Resucitado. Los griegos ortodoxos le dedicaron la iglesia parroquial fuera de la basílica, donde se celebra la liturgia dominical. Los armenios tienen un pequeño edículo con velas siempre encendidas a la izquierda de la Anástasis.
Al otro lado está el altar latino: dos círculos dibujados en el mármol, a poca distancia el uno del otro, recuerdan el acontecimiento decisivo de la fe cristiana. Noli me tangere, no me detengas. Porque aquella mañana cuando las mujeres, –según los sinópticos–, o cuando María de Magdala, –según el Evangelio de Juan–, ven al Resucitado, su primer instinto es abrazarle, abrazar sus pies para no perder a este Señor que estaban convencidos de que había sido entregado a la muerte.
En este tiempo de pandemia, la vigilancia en el Edículo del Santo Sepulcro es menos estricta. Los vigorosos monjes ortodoxos griegos no se paran en la entrada para controlar y regañar a los peregrinos. Dirigen la mirada desde la sacristía hacia quienes, casi todas mujeres en su mayoría ortodoxas entran a arrodillarse en oración. En la antecámara, la Sala del Ángel según la tradición, siempre arde una vela sobre una columna de piedra.
El padre Alliata explica que se cree que “en la estancia del Ángel hay un fragmento de piedra que según la tradición representa la piedra de la tumba. En las antiguas ampollas conservadas, por ejemplo, en la catedral de Monza, se encuentra la imagen del templete tal y como era en tiempos de Constantino. Frente a la entrada se puede ver una especie de cuadrado torcido. Esa es la piedra de la tumba. Es un regalo que el Papa Gregorio Magno, fallecido en el año 604, hizo a la reina lombarda Teodolinda. Gran parte del tesoro de la catedral proviene de allí, y también están estas 11 ampollas de Tierra Santa que contienen aceite de las lámparas que ardían en el Santo Sepulcro. Los armenios custodian una piedra mucho más grande en el Convento de San Salvador en el Monte Sion, conocido como la prisión de Cristo. La veneran como parte de la piedra retirada del Sepulcro”.
Hay que llamar a la puerta del sacristán armenio para bajar a un lugar que conserva uno de los más raros recuerdos de los peregrinos que llegaban al Santo Sepulcro antes que el emperador Constantino y su madre Elena. Justo al lado de la capilla dedicada a la emperatriz, donde, según la tradición, con un tesón totalmente femenino encontró “la verdadera cruz de Cristo”, hay una puerta cerrada con llave.
Solo guiados por el sacristán armenio se puede ingresar a una estancia de la época de Jesús en la que hace menos de 100 años se descubrió aquí una imagen de un velero grabada en la roca con una inscripción en latín. Data de entre los siglos primero y cuarto. El mástil está roto, quizás para indicar los peligros del mar o la llegada a destino de comerciantes o peregrinos.
Según el padre Bellarmino Bagatti, el arqueólogo franciscano impulsor de las excavaciones más importantes en Tierra Santa, el grabado latino significa Domine ivimus, Señor, hemos venido. La noticia de la primera mujer peregrina en Tierra Santa se confía a una carta, encontrada por el padre Bagatti.
“La carta enviada desde Asia Menor al obispo Cipriano de Cartago data del siglo III. En ella se habla de una mujer que viajaba descalza y bautizaba. Esto plantea un problema para la práctica eclesiástica. Una mujer podía bautizar, pero no era lo común. El texto dice que caminó descalza, como si viniera de Judea y Jerusalén. Se presentó como una peregrina, una profetisa. Era un hecho muy inusual para esa época. Recorrió Asia Menor bautizando y probablemente predicando, diciendo que había estado en Judea y Jerusalén. Sabemos muy poco de la vida cotidiana de la iglesia primitiva, pero, según Bagatti, es la primera peregrina conocida. Quizás una primera apóstol, un importante testimonio que indica gran interés por los lugares santos incluso antes de la llegada de Constantino”.
*Reportaje original publicado en el número de marzo de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva