Es el centenario del nacimiento de José Hierro (Madrid, 3 de abril, 1922-21 de diciembre, 2002), y el poeta renace, vuelve, con esos versos que le proclaman como uno de los grandes poetas españoles del siglo XX. “Dentro de la poesía española, desde la posguerra hasta nuestros días, la voz de José Hierro es una de las más significativas y cualificadas, consolidada a través de una producción que abarca más de cincuenta años”, define Juan José Lanz, comisario de la exposición Cuanto sé de mí. José Hierro en su centenario (1922-2022), que en octubre inaugurará la Biblioteca Nacional.
Esos versos, por ejemplo: “¿Quién se olvida que es cuna y tumba, día / y noche, honda raíz y flor que brota, / luz, sombra, vida y muerte hasta los bordes?”, que escribió en Quinta del 42 (1953). Versos de un poeta que se retrató en Reflexiones sobre mi poesía (1983) como “testimonio de vida”, que desde el “yo” y el “nosotros” ha sido reflejo extraordinario de un siglo –y también un hombre– que es, a la vez, gozoso y desabrido. “Su obra, vista en su conjunto, nos parece un hermoso y testimonial poema en el que ha sabido encerrar las inquietudes, las angustias, el dolor y la alegría de nuestra época”, según expone Joaquín Benito de Lucas. Pero Hierro, que murió hace veinte años, no tenía límites.
“Llegué por el dolor a la alegría. / Supe por el dolor que el alma existe. / Por el dolor, allá en mi reino triste, / un misterioso sol amanecía”, escribió en Alegría (1947), el poemario que publicó el mismo año que dio a conocer Tierra sin nosotros, realmente su primer libro. Ambos a la sombra de la cárcel tras la Guerra Civil, del hombre hambriento de justicia.
“Serenidad, tú para el muerto, / que yo estoy vivo y pido lucha”, proclamó, precisamente, en Tierra sin nosotros, en ‘Serenidad’, poema que define como “oraciones” y que acaba premonitoriamente: “Voy inundándome de música”. Porque la música en José Hierro es –lo va a ser– tan necesaria como la palabra. Y es a través de esa música –la misma de Tomás Luis de Victoria y de Palestrina, de Brahms y de Shumann– con la que llega a Dios.
En los versos de Hierro caben todo el hombre, desde la “perspectiva interior” hasta el “misterio de Dios”. Sí, desde su no creencia, pero a la vez como súplica. “Sé, Dios mío, mi música, dirige el desconcierto. / Golpea con tu rayo el atril. // Otra vez siento hambre”, pide en ‘Doble concierto’ (Agenda, 1991). Es en Agenda (1991), en Cuaderno de Nueva York (1998), en sus dos últimos libros –sus dos obras maestras–, en donde aparece un Dios de consuelo, de cobijo. “Porque ha pasado mucho tiempo, suficiente, para olvidar aquel olor de sangre, aquel olor de horror. Suficiente para que esta cabeza pueda cerrar sus ojos, dormir, dormir. Corroborando que Dios es su beleño”, con los que finaliza ‘Cinco cabezas’, cinco poemas en prosa que habitan en Agenda.
La presencia de Dios en José Hierro no es central, pero como afirma el crítico Jesús Barrajón: “Ya su misma tangencialidad es significativa”. Al jesuita Pedro Miguel Lamet le reconoció un día el propio poeta: “He nombrado poco a Dios. De hecho, no sé lo que pinta Dios ahí. Lo mismo puede pintar porque está presente o por el hueco de su ausencia”. Pero, en los versos de José Hierro, Dios no está ausente: está ya en poemas como ‘Llanura’, ‘Viento de invierno’ y ‘Oración primera’, ambos de Tierra sin nosotros (1947). “Escasa pero significativa”, resume Barrajón la presencia de Dios. Pero es más numerosa de lo que se podría pensar.