32Una casa está envuelta en llamas, poco a poco se va haciendo añicos. Sus habitantes corren, huyen de los disparos, de los que vienen con ametralladoras y cuchillos cortando cabezas, literalmente. La familia se separa. Algunos buscan refugio en el bosque, deambulan con hambre y sed. Y así durante varios días.
Una semana después, unos continúan desaparecidos, otros siguen en la selva escondidos porque su vida en la ciudad les ha sido arrebatada por terroristas; también uno de los hijos, al que han decapitado. Francisco, más conocido como ‘Chico’, ha sobrevivido y por eso puede contarlo a Ayuda a la Iglesia Necesitada. A sus más de 50 años se ha convertido en desplazado dentro de su propio país, Mozambique, a causa de la guerra.
A 3.000 kilómetros de allí también se escuchan disparos. Es el Tigray, en Etiopía. Lo que apenas se percibe, más allá de las fronteras de este país, es el rostro de los niños que quedan huérfanos o abandonados y sufren desnutrición, o el de las madres que lloran porque han perdido a sus hijos. Consecuencias de un “conflicto claro entre las fuerzas del gobierno y los tigriñas”, del que hablan solo unos pocos como, por ejemplo, Manos Unidas, que siempre sale al rescate cuando parece que los fondos se acaban.
Sí, son otros escenarios de guerras –se calcula que hay unas 25 activas– a las que se sumó Ucrania, desde 2014 con la guerra del Donbás, aunque parezca que todo comenzó hace dos meses con la nueva invasión rusa que conmocionó a Occidente. Siria, Yemen, Etiopía, Mozambique, Myanmar, Nigeria, República Democrática del Congo, Malí, Níger, Chad, Libia, Somalia, Camerún, República Centroafricana, Haití… Son esos otros países donde cada día también caen bombas, la sangre se derrama y los exiliados se multiplican. Conflictos olvidados en un ignorado mapa demográfico que cambia a cada segundo con quienes huyen para salvarse.
La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) estima que más de 82,4 millones de personas en todo el mundo –según datos de finales de 2020– se han visto obligadas a huir de sus hogares, con todo lo que implica, incluyendo la todavía más oculta explotación laboral y sexual de las mafias de la trata y el maquillado mercado armamentístico internacional. Pero, más allá de su condición de apátridas, son testigos y víctimas de luchas de poder que, en ningún caso, responden únicamente a rencillas internas, sino que tienen intereses globales.
Clara Pardo, presidenta de la plataforma eclesial Manos Unidas, no se puede quitar de la cabeza la crisis de Etiopía. “Medio millón de personas ha muerto por la guerra o por la hambruna provocada indirectamente por enfrentamientos que se han convertido en habituales”.
También bucea en estos conflictos desatendidos Antonio Alonso, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad CEU San Pablo. Él los ubica, sobre todo, en dos coordenadas: “En el continente africano y en el espacio euroasiático, tirando hacia el Cáucaso Sur y Asia Central”. El portavoz de Ayuda a la Iglesia Necesitada, Josué Villalón, por su parte, cita la contienda de Yemen, “de la que ha trascendido muy poco, y lo poco que se conoce es de una gravedad tremenda, con grandes hambrunas de emergencia”.
Los tres coinciden, además, en destacar el horror de Siria, que perdura desde hace once años, así como Afganistán, una tragedia aún sin resolver, y la incertidumbre que puebla la región del Sahel con el avance del yihadismo. Así, hasta contar con “alrededor de un centenar de conflictos que siguen abiertos en todo el mundo”, como reconoce Ana Muñoz, portavoz de Misiones Salesianas.
Aunque cuentan con características propias de cada región y de las heridas históricas y culturales que arrastran, en no pocos casos se ajustan a los patrones típicos de conflictos armados convencionales. Ya sea una invasión, una guerra civil, exterminios étnicos o cualquier otra forma violenta de someter a un pueblo, revelan una amalgama de motivos políticos, económicos, revestidos lamentablemente de argumentos religiosos.
“Se trata de luchas de poder que responden a la pregunta de quién tiene el control, quién tiene la llave, por ejemplo, de las riquezas naturales”, explica el profesor Alonso. En ese sentido, apunta a los países de la franja central de África y cita a grupos yihadistas como ISIS y Al Qaeda como motores de la violencia. Sobre ellos, expone que “responden a una ideología y se escudan en ella para provocar una serie de ataques que, en resumidas cuentas, persiguen el fin del dinero y el control territorial”. No duda tampoco en citar el empeño por controlar riquezas oriundas como el petróleo, el coltán o el gas.
Villalón detalla que estos enfrentamientos que persiguen beneficios supranacionales de dominio y explotación se conocen como “tierras raras”. “Son tipos de minerales muy escasos en el planeta y que son fundamentales sobre todo para la fabricación de microchips y tecnología avanzada”. Y, aludiendo a la guerra de Ucrania, apunta cómo “las grandes potencias, como Estados Unidos o Rusia, entre otras, usan estos campos de batalla porque son la clave para el presente y el futuro de determinados sectores muy estratégicos en la economía y en la industria. Para ver quién controlará el mundo el día de mañana”.
Pueblos y ciudades arrasados, gente atrapada entre misiles y escombros, muertos, familias divididas, vidas subterráneas…Rostros que gritan de dolor, de impotencia, hombres y mujeres obligados a comenzar de cero llevando solo recuerdos, niños aferrados a sus peluches. Las imágenes de Ucrania con las que cualquiera ha empatizado durante estas semanas son idénticas a las que no se han visto en esas otras latitudes. Un hecho que ha llevado a la Iglesia, con el papa Francisco al frente, a denunciar el riesgo de etiquetar las guerras y los refugiados de primera y de segunda categoría.