Los coletazos de la crisis derivada del coronavirus sigue afectando a millones de familias, pero la comunidad católica continúa reescribiendo la historia de los últimos, los olvidados por (casi) todos
Fue un anuncio lleno de incertidumbre. Ese 11 de marzo, Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de Salud (OMS), declaraba una pandemia que puso en jaque a la humanidad a causa de un nuevo coronavirus, originado en la ciudad de Wuhan, en China.
Dos semanas después, el 27 de marzo, el papa Francisco, en una vacía plaza de san Pedro, desnudaba las vulnerabilidades de la sociedad ‘moderna’ en su bendición Urbi et Orbi, con la misma pregunta que Jesús hizo a sus discípulos: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”, para dar paso a un duro reclamo: “Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo”.
La tormenta entonces comenzaba, pero con una pincelada de esperanza, el Santo Padre dibujó aquella poderosa metáfora: “Estamos en la misma barca”, porque “la tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades”.
Dos años después de aquel terrible mazazo, la esperanza resucita. Hombres y mujeres de Iglesia, el Pueblo de Dios (pastores, vida religiosa y laicos), “construyen un nuevo horizonte”, como apunta Agustín Salvia, coordinador de la investigación Balance social del ciclo COVID-19 en América Latina y el Caribe, desarrollada por el Centro Pastoral de Gestión del Conocimiento del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM).
Por ello –prosigue el laico argentino–, “eso significa que no hay lugar para los corazones cerrados, puesto que la Iglesia en salida tiene que estar abierta al laicado, no puede ser una Iglesia del clero para el pueblo, sino del pueblo con el clero”. El actual momento demanda desligarse de cualquier conservadurismo, porque “debemos ser transformadores, entender nuevas formas de hacer la Iglesia y de construir nuestra Iglesia, necesitamos nuevas formas de comunicar la palabra, nuevas maneras de acompañar a la sociedad en ese proceso”.
Así como los científicos han buscado formas para encontrar en tiempo récord una vacuna contra el COVID-19, en el seno de la Iglesia se han venido tejiendo narrativas de solidaridad sinodales para responder con eficiencia en tiempos de pandemia, cuyas secuelas sociales pueden resultar más complejas todavía. Por ende, asegura Salvia, “son signos de los tiempos en donde la prédica de una buena nueva resulta muy importante para nuestra sociedad, en un momento cuando se pierden parámetros, se pierden horizontes, se pierden esperanzas, gana terreno la incertidumbre, la oscuridad, el se vale todo”.
Para el investigador, todas estas situaciones son caldo de cultivo para la conflictividad social, donde la pobreza, el desempleo, la corrupción, el hambre, la crisis ambiental y hasta los conflictos armados están basados en el consumo de la vida: cuando “no sirve más, la descarto”. Por tanto, la vacuna para los olvidados está en desarrollo.
En San Ignacio de Moxos, en el departamento de Beni (Bolivia), habrá un antes y un después del 31 de julio de 2020. Ese día el pueblo celebraba las fiestas de su patrono, tras meses de un confinamiento “adaptado al bolsillo”, es decir, “una diferencia entre el trato de quien tiene dinero y de quien no tiene dinero”, cuenta el párroco de esta zona, Fabio Garbari. Por supuesto, los indígenas llevaban la peor parte de este trato discriminatorio.
Una pelea campal se avecinaba entre indígenas y autoridades policiales: “Fue un momento muy tenso, porque si aquellos prohibían todo, el mundo indígena decía que ahora es precisamente cuando necesitamos nosotros rezar, especialmente ahora que necesitamos apoyarnos y confiarnos en Dios. Esta es nuestra manera, si ustedes no quieren, quédense en casa, pero déjennos tranquilos”.
Garbari acusa a la alcaldía de “manejar muy mal el tema de la celebración patronal durante la pandemia”, sin coordinación previa, ni diálogo con las comunidades; de hecho, la celebración en Moxos ha estado desde entonces confiscada por el gobierno local, relegando a un papel simbólico al propio Cabildo indígena, que desde 1700 preserva esta tradición que rememora la victoria de San Ignacio.
También el asunto tiene de fondo un estigma, puesto que durante la emergencia sanitaria “se generó un terror por parte del mundo no indígena, pero precisamente fueron ellos quienes presentaron un mayor número de contagios, mientras que las poblaciones indígenas sortearon sin grandes problemas la pandemia”.
Después de este impase, Garbari comenzó su habitual periplo en los territorios, que había cancelado durante el confinamiento “para no llevar la enfermedad a las comunidades”. Sin embargo, la falta de coherencia de las autoridades, que, “con la excusa de ir a llevar productos o de ir al cerro iban a las comunidades para pescar, a cazar o por motivos de otra índole”, motivó al sacerdote a replantearse la cuarentena para llevar alimentos y medicamentos, pero, sobre todo, Palabra de vida, porque “la religiosidad del indígena es muy fuerte y muy profunda”, que “a falta de celebraciones en Semana Santa, causó un vacío en ellos”.
Celebra que en las comunidades, donde acude como párroco no se registraron muertes, todo un éxito, tomando en cuenta a una población aproximada de 5.000 habitantes. La medicina natural, los confinamientos selectivos, y la limitación de movilidad entre comunidades han sido grandes aliados de los indígenas moxeños, de quienes “hay que aprender mucho”.
Desde Puerto Rico, la isla del encanto, a la hermana Cleta López, de las Dominicas de la Presentación de la Santísima Virgen, el COVID-19 la agarró de sorpresa como “a todo el equipo pastoral diocesano”. La religiosa coordina en su diócesis la catequesis. El confinamiento estricto se extendió hasta marzo de 2021, desde entonces estuvieron suspendidos los servicios de catequesis en todas las parroquias por indicación de Monseñor Eusebio Ramos Morales, obispo de Caguas.
“Se inició el acercamiento a los coordinadores de catequesis, a todos los catequistas de las parroquias vía online, a fin de ir acompañando a las familias de los niños, jóvenes y adultos en torno a la situación tan crítica de salud que estábamos viviendo en el país y en nuestras comunidades”, recuerda.
La hermana López vivió duros momentos tras la muerte de familiares y amigos: “Había mucho dolor y miedo, por lo que abrimos espacios de escucha y consuelo por teléfono”. En medio de las crisis, surgen las oportunidades y la creatividad: “Muchos de nuestros catequistas, se inventaron juegos bíblicos virtuales, espacios online de encuentros catequéticos, desarrollaron programas recreativos para estar presente en la vida de sus catequizandos y mermar, aunque sea un poquito, el miedo y dolor de las familias y chicos de las catequesis de sus parroquias”.
Para la hermana Cleta, durante la pandemia en su diócesis, “se ha tenido un cambio de conciencia, de protegernos y proteger al otro sin excluirlo”. El acompañamiento de todos los agentes de pastoral, catequistas, laicos, sacerdotes, religiosas y obispos jugó en favor de una mejor organización para “escucharnos y compartir como comunidad eclesial sus vivencias, esperanzas, frustraciones, anhelos, en medio de esta pandemia y post-pandemia”. El compromiso sigue latente en Puerto Rico.
Maria Elena y Ariel, un par de laicos argentinos, vinculados con las parroquias de la Ciudad Oculta, en la villa 15, de Buenos Aires, organizaron durante la pandemia diferentes jornadas de alimentación y entrega de kit de higiene. El año de confinamiento fue arduo y lleno de satisfacciones, aunque como todos –explica María Elena– “lo viví con mucha incertidumbre. Era mucha la información, no teníamos idea de cómo cuidarnos ni cuáles eran las consecuencias que eso nos podía traer”, puesto que era “salir a la calle y estar al servicio de otros en los barrios populares, para después llegar a casa y tener que seguir compartiendo la vida en familia, cuidándolos a ellos”.
Ariel también vivió momentos de mucha inseguridad, pero “poco a poco fuimos aprendiendo a cuidarnos, a proteger a la familia y a la comunidad también, con el uso del alcohol y gel, la higiene más de lo que uno acostumbra a tener en su casa”. Su parroquia, Virgen del Carmen, “se convirtió en un fuerte, como digo yo. Acogíamos a todos sin distinción, transformamos centros barriales en comedores de lunes a lunes, porque la pandemia pasó factura a quienes perdieron su empleo y se quedaron sin comer”.
Los adultos mayores se convirtieron en la prioridad. En una primera etapa, los jóvenes se encargaban de salir a hacer compras a los abuelos o algún trámite. “Eso me hizo sentir orgulloso, nuestra parroquia nunca bajó los brazos, literalmente le torcimos el cuello a la pandemia”, apostilló.
En medio del aluvión de necesidades, esta parroquia organizó “un espacio de aislamiento para la gente adulta mayor para que no pasen su contagio y su aislamiento solos en la casa, así que con la mirada bien puesta en el territorio, con una presencia muy cercana, emprendimos esta apuesta”, menciona María Elena. Junto con la conversa amena “preparamos viandas para los abuelitos y hasta logramos realizar las cacerolas populares con quienes no podían quedarse en este refugio”.
Con la llegada de la vacunación, en Buenos Aires se pudo tener un respiro como también en cualquier parte de la región. No obstante, los coletazos de la pandemia siguen afectando a millones de familias desde Puerto Rico a Bolivia, desde São Paulo hasta Tijuana. La Iglesia sigue firme como roca, inmunizando corazones contra la indiferencia, los protagonistas anónimos: obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos y laicas siguen escribiendo la historia de muchos olvidados, pues en el amor está la mejor de las vacunas.