Arthur Honegger, música (casi) celestial

Arthur Honegger, música (casi) celestial

Meticuloso, ordenado hasta el extremo, Arthur Honegger (1892-1955) necesitaba trabajar solo. Y solo es en absoluta soledad: cuando se casó con su esposa, Andrée Vaurabourg, a la que conoció en el Conservatorio de París, le puso como condición para su matrimonio que vivieran en apartamentos separados mientras él trabajaba. Cada uno desarrollaría su vida en su espacio y únicamente se encontrarían al final del día para cenar o asistir a algún evento nocturno.



El compositor nacido en Le Havre (Francia), perteneciente al prestigioso Grupo de los Seis, necesitaba concentrarse y crear a la vera de sí mismo, con la única compañía de un piano, sobre el que siempre colocaba un crucifijo. Los estudiosos y expertos en su obra no han dudado en señalar notables contradicciones vitales en una personalidad única: abogó por el humanismo en un mundo que ya intuía, por inequívocas señales, que se tambaleaba.

De sus primeras composiciones, como la fantástica Pacific 231 (1923), por ejemplo, dedicada al sonido que produce una máquina de vapor en movimiento, el artista pasa, con el tiempo, a las que poseen un marcado componente religioso. Su Cántico de Pascua (1918) arranca con una exclamación jubilosa, un “¡Aleluya!, Cristo ha resucitado” que no deja sitio a la duda. A este le seguirán El rey David (1921), Judith (1925), Juana de Arco en la hoguera (1935), La danza de los muertos (1938), Nicolás de Flue (1939) y Una cantata de Navidad (1953).

Una mujer valiente

El oratorio dramático en 11 escenas –como lo definió el músico– que repasa los últimos momentos en la vida de la santa francesa, concentra una religiosidad impactante. De la mano de Paul Claudel, –o junto a él, mejor dicho–, Honegger consigue con esta obra un brillante ejercicio de exaltación mística en el que una doliente joven de 19 años asume que su vida, que repasa en esos momentos previos a su final, se va a consumir injustamente en el fuego en la ciudad de Rouen.

La obra se estrenó en un momento especialmente significativo, 1938, un año antes del estallido de la II Guerra Mundial, y se convirtió en un símbolo de la Resistencia. Sobre el escenario del Teatro Real está la oscarizada Marion Cotillard, que ya representó en 2012 el mismo papel en Barcelona, capaz de extraer hasta la última gota de sentimiento a la Doncella de Orleans y llegar a las lágrimas.

Junto a ella, un grupo de artistas: sopranos, mezzo, tenor y bajo-barítono. “Todos tienen que aprender de ella, hombres y mujeres”, decía durante la reciente presentación de la obra en Madrid. De Juana de Arco destaca su valentía: “Es una mujer en un mundo, el de la guerra, totalmente masculino.

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