Mauro G. Lepori: “Las formas sin sustancia ahogan la verdad”

Abad general del Císter

A Mauro G. Lepori no le cuesta nada volver a aquella noche de septiembre de 2010 cuando comenzó a asumir que sus hermanos le habían elegido como superior general de una orden contemplativa milenaria como el Císter. “No sabía qué hacer y me parecía que nada funcionaba, pero sentí como si la voz de Cristo me dijera: ‘¡Te he llamado para que me sigas, no para que me precedas!’”.



Desde ese momento, este filósofo suizo de 63 años encontró una paz que le ha acompañado hasta hoy, además de los problemas cotidianos propios de un abad general. ¿Su modelo a seguir en el liderazgo? El esposo de María, a quien dedica su libro ‘San José, el eco del Padre’ (Ed. Encuentro).

PREGUNTA.- Un libro sobre san José, el santo de cabecera del Papa. ¿Qué descubriría Francisco que no sepa ya si leyera su obra?

RESPUESTA.- Lo que yo descubro cuando leo sus palabras. No tanto conceptos o ideas extra, sino la sorpresa continua de descubrir que en nuestro corazón y en el de los demás el misterio de Dios y su Palabra tienen infinitas resonancias, siempre nuevas aunque nos repitamos.

P.- José apenas aparece en los evangelios y se han escrito ríos de tinta. ¿Por qué le fascina?

R.- Cada persona es importante por lo que es, más que por lo que hace o dice. Pero el ser de una persona se caracteriza, sobre todo, por las relaciones que la definen, las relaciones que vive y cómo las vive. En esto, san José es una de las personas más extraordinarias en la historia de la humanidad, porque nadie más que la Virgen María ha tenido una relación tan íntima, duradera y significativa con el Hijo de Dios hecho hombre. Tal vez sea por eso que el Evangelio no registra ninguna palabra y pocos episodios sobre él.

Su gran valor es la gracia de la relación única que Cristo tuvo con él, que José aceptó con toda su libertad, en la alegría y en el dolor. Dios pidió a José que tuviera una relación paternal con su Hijo, es decir, la relación más parecida a la que Dios Padre vive eternamente con su Hijo. Es algo increíble y, sin embargo, ocurrió dentro de una relación humanamente elemental, como la de todo padre con su hijo, porque Dios necesitaba un padre humano para su Hijo hecho hombre.

Monjes y hábitos

P.- Hoy, en 2022, ¿el hábito hace al monje?

R.- Las formas de vida religiosa, como el hábito o ciertos modos de vivir, de rezar, etc., son útiles si ayudan a vivir una disciplina orientada a cultivar aquello que hace crecer a la persona en relación con Dios, con los demás y consigo misma. Las formas sin esta sustancia no solo son inútiles, sino que ahogan la verdad de la persona, haciéndola mezquina y arrogante. Son las observancias de los fariseos del Evangelio las que nos impiden aceptar la vida y la salvación.

Muchos jóvenes de hoy quieren formas estables y seguras, pero a menudo se refugian en ellas como dentro de un caparazón, porque, en el fondo, tienen miedo a la vida. No suele ser culpa suya, sino de los adultos, que no han sabido educarles en el riesgo de la vida, que les han transmitido más el deseo de hacer carrera que de vivir la vida como un don que recibir y dar.

Por eso, en la vida religiosa es importante ofrecer formas de oración que busquen verdaderamente la relación con un Dios presente, y formas de vida comunitaria que eduquen a una verdadera fraternidad, una amistad en la que se intercambia entre los hombres el amor de Dios, el amor de Cristo.

P.- ¿Cómo valora las recientes reformas del papa Francisco en relación a la vida contemplativa, como ‘Cor orans’?

R.- Al principio me parecían demasiado rígidas y poco respetuosas con las situaciones particulares, que siempre son diferentes y hay que discernir caso por caso. Por ejemplo: una comunidad de 4 o 5 monjas puede ser moribunda o naciente, depende de las personas que la componen, de la forma en que viven su vocación, su vida comunitaria.

Luego, aplicando a la realidad de mi orden las indicaciones de la Santa Sede, como Cor orans, he visto que son herramientas que nos ayudan a tomar las decisiones necesarias, aunque a veces sean dolorosas, o a ayudarnos más entre los monasterios. La Iglesia es siempre Madre: incluso cuando es un poco severa y quiere poner orden, siempre se percibe que en ella hay un amor, un deseo de bien que viene de Cristo, su Esposo.

Y obedeciendo, sin miedo a dialogar incluso con los dicasterios vaticanos, se ve que surgen nuevas oportunidades de vida y nunca de muerte. Lo que quizás debe crecer todavía en nosotros y en nuestros superiores en la jerarquía de la Iglesia, es una relación más sinodal, más preocupada por caminar juntos, por escucharse realmente y elaborar juntos lo que nos concierne, también desde el punto de vista canónico.

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