El teólogo español más leído y traducido del siglo XX, José Antonio Pagola, ha dado un paso al frente para publicar el que puede considerarse su examen de conciencia definitivo. A través de ‘Un creyente apasionado por Jesús’ (PPC), un diálogo con su sobrino y periodista Juan Ignacio Pagola, repasa su trayectoria vital.
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Vida Nueva ofrece en exclusiva a sus lectores los extractos del primera conversación entre ambos que recoge la obra y que se detiene en el viaje de José Antonio Pagola a Tierra Santa que supuso para él una conversión a Cristo, ese ‘volver a Jesús’ que siempre ha acompañado cada una de sus investigaciones y reflexiones.
PREGUNTA.- Tío, ¿qué te llevó a pasar aquella breve temporada en un lugar tan importante de la vida de Jesús?
RESPUESTA.–En el otoño de 1965 inicié estudios de Ciencias Bíblicas en la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa, de los Padres Dominicos, de Jerusalén. Un centro de gran prestigio y en el que viví durante todo un curso. Una experiencia muy enriquecedora que me proporcionó, además, numerosas claves para descubrir y aprender diferentes aspectos de la vida de Jesús.
P.–Pero el momento más intenso de tu estancia en Tierra Santa se produjo en primavera, finalizadas las clases.
R.–La experiencia de acercamiento a la persona de Jesús de Nazaret la viví en el lago de Galilea, entre el 15 de mayo y el 15 de junio de 1966, cuando había acabado el curso en Jerusalén. En ese momento ya conocía el delicado estado de salud de mi ama, a la que los médicos habían diagnosticado un cáncer de páncreas y le quedaban unos meses de vida.
En la Tierra de Jesús
Parece que esa vivencia llegó en un momento afectivamente intenso, y casi siempre inexplicable. Y precisamente por eso fue un instante en el que convergieron las dos influencias más fuertes que ha tenido a lo largo de su vida: la de su madre y la de Jesús. Recordando con él aquellas intensas jornadas junto al lago de Tiberíades, hoy afirma que quizá con el tiempo ha engrandecido ese instante de su vida, pero a la vez es consciente de que nada habría sido igual sin aquella experiencia de Jesús.
P.–¿Cómo viviste estas semanas junto al lago de Galilea, en la tierra de Jesús?
R.–La vivencia se hizo posible gracias a Periko Núñez, un sacramentino guipuzcoano que estudiaba en el Centro Bíblico de los franciscanos y que me facilitó, a través de estos, un salvoconducto para cruzar a tierra israelí. La casa de los franciscanos, junto al lago de Galilea, me acogió en mi estancia en Cafarnaún. Allí existía una pequeña comunidad de no más de cinco frailes. En aquellas noches de primavera avanzada hacía tanto calor que acostumbraba a dormir en la azotea, bajo el cielo estrellado de Palestina. Durante el día frecuentaba paseos, meditaciones y baños en el lago.
El lago fue una atracción constante para José Antonio. Por ello, una de las experiencias buscadas más intensas de aquellas semanas en Galilea fue navegar en un barco de pescadores. La vivencia la repitió en tres o cuatro ocasiones, pero hoy recuerda una de forma destacada. El día en que el lago estaba cubierto de una espesa bruma que cubría el sol.
P.–El lago, los pescadores, el agua, la niebla… ¿Has vuelto posteriormente en varias ocasiones a este lugar tan emblemático de la vida de Jesús?
R.–Por primera vez tuve ocasión de volver a Cafarnaún con un grupo de religiosas salesianas a las que había dirigido una jornada de ejercicios en Burgos. Fue allí donde surgió la idea de repetir los ejercicios de una semana en Tierra Santa. Sorprendentemente, el día que salimos a meditar en el interior de una barca se precipitó sobre el lago la bruma que yo conocía. Me conmoví tan hondamente que lloré mientras meditaba y contemplaba la bruma que nos envolvía.
P.–José Antonio, ¿cómo vivías durante ese tiempo en Cafarnaún?
R.–Casi todas las mañanas me dirigía, antes que nada, a visitar los restos de la sinagoga a la que Jesús acudía los sábados mientras vivió en casa de Pedro. De allí bajaba despacio a orillas del lago a contemplarlo. Cada día me organizaba la jornada, bien para subir a las pequeñas colinas que rodean el lago, bien para bordear su orilla. Apenas me topaba con otras personas. Siempre encontraba un rincón para orar y meditar el evangelio que solía llevar conmigo. Me acordaba de que Jesús tenía la costumbre de retirarse a lugares solitarios para comunicarse con su Padre. Cuánto disfruté meditando en aquel silencio solo roto por el canto de los pájaros. Otras veces subía un poco más lejos, hasta el llamado monte de las Bienaventuranzas, donde el evangelista Mateo sitúa la proclamación que hizo Jesús de las bienaventuranzas y desde donde se contempla una panorámica espectacular del lago. Seguramente, desde algún lugar de esas laderas Jesús veía cómo «el Padre hacía salir el sol sobre buenos y malos», como dice el evangelista.