El 29 de junio, solemnidad de san Pedro y san Pablo, siempre es una fecha en la que la Iglesia mira con especial atención la misión del Pontífice y apela a la comunión. Precisamente, ayer, Francisco publicaba la carta apostólica ‘Desiderio desideravi’, con la que llamaba a zanjar todas las “polémicas” en torno a la misa ‘ad orientem’, consciente de que muchas de las más ácidas críticas en su contra, a nivel intraeclesial, le han llegado por su decisión de quienes “desfiguran” la belleza litúrgica por dejarse llevar por “una comprensión superficial y reductiva de su valor o, peor aún, por su instrumentalización al servicio de alguna visión ideológica, sea cual sea”.
Y es que de aquellos polvos estos lodos… Porque, precisamente ayer, se cumplieron 50 años de un histórico discurso de Pablo VI en el que hizo temblar los cimientos de la Basílica de San Pedro.
En principio iba a ser un discurso protocolario, pues Montini celebraba el décimo aniversario de su coronación papal. Pero, consciente de la gravedad del momento, cuando en pleno postconcilio se abrían muchas grietas internas y los más críticos se resistían a implementar el Vaticano II, el Papa tronó: “Por alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios”.
Con dolor, Pablo VI observaba realista que “hay duda, incertidumbre, problemas, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no confiamos en la Iglesia; confiamos en el primer profeta profano que viene a hablarnos de algún periódico o de algún movimiento social para perseguirlo y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida. Y no sentimos que ya somos dueños y amos de ello”.
Un aldabonazo en la conciencia del catolicismo en el que el Papa lamentaba que “la duda entró en nuestras conciencias, y entró por ventanas que en cambio debían abrirse a la luz. De la ciencia, que está hecha para darnos verdades que no se aparten de Dios, sino que nos hagan buscarlo aún más y celebrarlo con mayor intensidad, ha venido en cambio la crítica, ha venido la duda. Los científicos son los que más reflexiva y dolorosamente curvan sus frentes. Y terminan enseñando: ‘No sé, no sabemos, no podemos saber’”.
A partir de una serie de “contradicciones absurdas”, se llega al extremo de “celebrar el progreso para luego poder derribarlo con las revoluciones más extrañas y radicales, para negar todo lo logrado, para volver a lo primitivo después de haber exaltado tanto el progreso del mundo moderno”.
Un “estado de incertidumbre” que “reina también en la Iglesia”. Así, aunque “se creía que después del Concilio vendría un día soleado para la historia de la Iglesia, en cambio, ha llegado un día de nubes, de tormentas, de oscuridad, de investigación, de incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos separamos cada vez más de los demás”.
Un oscuro panorama que, como no dudó en sostener Pablo VI, había sido alentado por el diablo: “Creemos en algo sobrenatural que ha venido al mundo precisamente para perturbar, sofocar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir que la Iglesia prorrumpa en el himno de la alegría de haber recobrado la plenitud de sí misma”.
Tratando de apelar a la esperanza, el Santo Padre apeló al camino a seguir: “La fe nos da certeza, seguridad, cuando se fundamenta en la Palabra de Dios aceptada y encontrada de acuerdo con nuestra propia razón y con nuestra propia alma humana. Quien cree con sencillez, con humildad, siente que va por buen camino, que tiene un testimonio interior que lo consuela en la difícil conquista de la verdad”.
El Señor, concluye el Papa, “se muestra luz y verdad a quienes lo acogen en su Palabra, y su Palabra ya no se convierte en un obstáculo para la verdad y el camino del ser, sino en un escalón en el que podemos escalar y ser verdaderamente vencedores”.
Ayer como hoy, la Iglesia solo puede avanzar si su camino es sostenido por “almas humildes, sencillas, puras, rectas, fuertes”.