Misionero en Filipinas, Timor y Taiwán, donde ha muerto, primero estuvo en China, donde se ordenó antes de ser expulsado por Mao
Semanas atrás murió un jesuita misionero. Lo hizo en Taiwán, donde se encarnó hasta el final. Hasta ahí, todo parece normal (dentro de lo quijotesca que resulta toda historia misionera). Pero no es tan habitual si tenemos en cuenta que hablamos de Andrés Díaz de Rábago, quien ha muerto a los 105 años. Apasionado, entrañable y lleno de humor, este gallego, natural de A Pobra do Caramiñal, llevaba más de 70 años en Asia… Misionero en Filipinas y Timor, hoy vivía su vocación en Taiwán. Pero todo empezó en China… En la China ensangrentada por la guerra civil y el enfrentamiento con Japón.
En una entrevista con ‘Vida Nueva’, cuatro años atrás, contaba cómo empezó todo: “De pequeño, en mi familia, donde éramos siete hermanos, la misión era algo natural. En mi colegio de los jesuitas, en Vigo, nos hablaban de su misión en China. Ambas cosas me movieron; por eso reivindico que a los niños se les hable de la misión desde pequeños, pues es el modo de sembrar vocaciones. Tras licenciarme en Medicina, me planteé mi vocación. Quería ser jesuita y consagrarme en China. Y allí me fui en 1947, a la actual Pekín, sin conocer apenas nada de la situación política, la verdad”.
Al año siguiente llegó lo que recordaba como una “bomba”… “Era octubre e íbamos por la calle, en la procesión de Cristo Rey, en medio de la indiferencia generalizada. Y llegó la noticia… Mukden, la capital de Manchuria, había caído en manos de Mao Tse-Tung. Los comunistas habían ganado la guerra civil y pronto llegarían a la capital. La sensación fue de abatimiento general, con un silencio impresionante…”.
Un socavón en el alma que le hizo volver a la mente a “lo que experimentamos en España unos meses antes con la muerte de Manolete. ¿Quién me iba a decir que en China iba a vivir lo mismo que experimenté en mi tierra poco antes? Claro que hablamos de cosas muy diferentes, pero eso me ha acompañado toda mi vida, pues vi claro que los pueblos pueden ser diferentes, pero todos somos humanos y, ante ciertos golpes emocionales, la respuesta espontánea es siempre la misma”.
Tras la victoria comunista, se trasladaron a Shanghai, donde pasaron tres años bajo las limitaciones de la dictadura: “Mao cambió el nombre de la capital a Pekín, que, por cierto, era su denominación en época imperial. Yo conocí la época intermedia, en la que era Beiping. Por eso digo que unos son los últimos de Filipinas y yo soy de los últimos de Beiping… En Shanghai estuvimos hasta 1952, cuando llegó otra ‘bomba’. Fue el día en que nos reunió el rector y nos anunció que los seminaristas extranjeros debíamos abandonar el país. La conmoción fue brutal, pues dejábamos a nuestros compañeros chinos. Pero añadió una buena noticia: iban a adelantar nuestra ordenación a ese mismo año, para que pudiésemos consagrarnos todos juntos”.
Fruto se esa postrera ordenación de religiosos extranjeros en el país, al ser Andrés Díaz de Rábago el único superviviente hasta ahora, podía decir con orgullo que era el último extranjero ordenado en China. Un día que jamás olvidaría: “Fue el 16 de abril de 1952. La iglesia estaba a reventar, era un día histórico. Éramos 19 jesuitas, 11 chinos y ocho extranjeros, siendo cuatro españoles. Presidió la misa el obispo de Shangai, Ignatius Gong Pinmei, que luego pasó más de 20 años en la cárcel y al final fue nombrado cardenal”.
Tras su ordenación, llegó la expulsión. Y siete décadas de entrega absoluta en Filipinas, Timor y, finalmente, Taiwán. Sabía que tenía que morir allí, claro. Y es que estamos ante un jesuita sencillo, con el alma de un niño, y que era capaz de ponerse a cantar canciones populares mientras le entrevistaban por teléfono desde su querida España. Hoy, es más semilla que nunca y todos saben que dará frutos en abundancia.