El Papa Juan Pablo II visitó Canadá en tres ocasiones diferentes. O, mejor dicho, en dos ocasiones y media, puesto que la del 1987 fue sólo la etapa final de un viaje a los Estados Unidos como luego veremos.
En septiembre de 1984, Karol Wojtyla, en plena madurez de su pontificado, realizó uno de sus viajes más largos -once días- al inmenso país con sucesivas etapas en Quebec, Montreal, Halifax, Toronto, Edmonton, Vancouver y la capital Ottawa. El martes 18 hubiera debido viajar a Fort Simpson para encontrarse con las poblaciones aborígenes, pero las malas condiciones meteorológicas se lo impidieron.
Desolado por esta contrariedad, el Papa polaco dirigió desde el aeropuerto de Yellow Knife un mensaje radiotelevisado a sus queridos indígenas canadienses. En dicho texto, renovaba “el respeto de la Iglesia por vuestro antiguo patrimonio, vuestras numerosas tradiciones ancestrales, dignas de gran admiración”. Pero, al mismo tiempo, reconocía que “la historia nos documenta con claridad cómo durante siglos vuestra genta ha sido repetidamente víctima de la injusticia causada por los recién llegados que, en su ceguera, con frecuencia consideraron inferior vuestra cultura”.
En aquellos momentos, los escándalos de los internados donde murieron decenas de miles de niños no habían saltado a la opinión pública, pero Juan Pablo II hizo esta clarividente afirmación: “Los misioneros, por cuantas culpas e imperfecciones hayan tenido, por cuantos errores hayan cometido, por cuantos daños hayan provocado involuntariamente, ahora se esfuerzan en repararlo”.
Antes de abandonar Canadá, prometió pública y solemnemente que volvería con el exclusivo objetivo de encontrar a las poblaciones autóctonas del país americano. Promesa cumplida tres años después, cuando al final de un exhaustivo viaje a los Estados Unidos, se trasladó el 19 de septiembre desde la ciudad de Detroit a Fort Simpson donde se había congregado una enorme multitud de aborígenes provenientes “del gélido Ártico, de las praderas, de los bosques, de todas las partes de este vasto y bellísimo país que es el Canadá”, dijo en sus palabras de saludo antes de celebrar con ellos la Santa Misa.
En su discurso pronunciado ante las dignidades y gobiernos de los pueblos nativos, de los mestizos y de los esquimales con algunos representantes del gobierno federal, afirmó rotundamente que “la Iglesia exalta la igual dignidad de todos los pueblos y defiende su derecho a salvaguardar, el propio carácter cultural con sus tradiciones y sus peculiares costumbres”.
Pero en otro pasaje fue aún más claro: “Existen -dijo- otros valores que son esenciales para la vida y la sociedad. Cada pueblo posee una civilización heredada de sus ancestros, con instituciones exigidas por su modo de vivir, con sus manifestaciones artísticas, culturales y religiosas. Los valores auténticos contenidos en estas realidades no deben ser sacrificados en consideraciones de orden material”.
Y al final de su exhortación, les lanzaba este desafío ante las tensiones que ya comenzaban a aflorar a la superficie: “Ha llegado el tiempo de la reconciliación, de nuevas relaciones de recíproco respeto y de colaboración, para llegar a una solución auténticamente justa de los problemas todavía no resueltos”. Antes de embarcarse en el avión que le conduciría a Roma, se abrazó con números líderes – hombres y mujeres- engalanados con sugestivos penachos de plumas y atuendos multicolores.
El último viaje canadiense del ya muy maltrecho Karol Wojtyla tuvo lugar en Toronto en julio del 2002 para celebrar la Jornada Mundial de la Juventud. En un momento de las ceremonias, saludó a un grupo de representantes de la juventud india.