El sábado 16 de julio se hacía público que José María Gil Tamayo será el próximo arzobispo de Granada, pasando previamente como coadjutor, a la espera de que Javier Martínez le dé el relevo a partir del 20 de diciembre, cuando cumpla 75 años, la edad preceptiva para presentar la renuncia por edad.
La figura del coadjutor se percibía como una figura ajena a la realidad eclesial española. Sin embargo, en apenas dos años y medio, Roma ha echado mano hasta en dos ocasiones de un rol que implica, a priori, asistir al obispo diocesano en el gobierno, con funciones de vicario general, en aras de una transición ordenada. La realidad es que, antes en Almería como ahora en Granada, esa ‘asistencia’ es más bien una intervención directa de la Santa Sede cuando no ha tenido más remedio, porque el vaso de una crisis transversal rebosa.
Sí, porque en las diócesis andaluzas había algo más que un malestar latente, con denuncias al Vaticano firmadas de puño y letra que no pasaron de un acuse de recibo hasta hace bien poco. En ambos casos, una cuestionable gestión económica es lo más llamativo de un pilotaje que también hace aguas en otras cuestiones básicas como la relación con el clero y la pastoral.
Desde el Vaticano confían en que la convivencia entre arzobispo y coadjutor de Almería y Granada sea diferente. Al menos así lo han percibido en los primeros gestos de Martínez, que ni de lejos se habrían comportado hasta la fecha como Adolfo González Montes con Antonio Gómez Cantero, ni cuando fue consultado por la fórmula de coadjutor, pero tampoco cuando se ha dado a conocer que su sucesor será Gil Tamayo.
Basta comparar la bienvenida por escrito de uno y otro. En el mensaje que publicó nada más conocerse el relevo, Martínez dedica unas letras de bienvenida y colaboración al hasta ahora obispo de Ávila, del que destaca que “viene con los brazos abiertos y con el corazón abierto”. Le presenta como “un buen servidor, servidor bueno y fiel, como dice el Evangelio”.
Al paso, Martínez hace balance de sus 19 años en Granada cargado de autocrítica por su “un amor torpe, con muchas deficiencias, con muchos límites, pero con un deseo de dar la vida realmente por el Señor”. “Perdón si alguno se ha alejado por culpa mía”, reconoce el arzobispo, que antes pasó por Córdoba durante siete años. “Dios mío, siento no haber servido a esta Iglesia como ella se merece, tantas veces, todos los días”, añade.
Eso sí, en su extensa misiva, sí obvia una mención de agradecimiento a un colectivo fundamental de la archidiócesis: los sacerdotes. Ni una línea. Esta falta de conexión ya se visibilizó en 2008 –cuando llevaba cinco años destinado– a través de una carta que 132 curas, unos dos tercios del clero, enviaron al entonces nuncio Manuel Monteiro de Castro en la que clamaban por no “tener un proyecto pastoral, una programación que responda a las necesidades de nuestras comunidades, unas prioridades o líneas de actuación que unan a todos en un proyecto común”. Se trataba de un escrito con respaldo mayoritario que ya vino precedido de un primer aviso dos años antes de un grupo más pequeño de curas que ya constataban “su alarmante inquietud ante el desánimo, la crispación y la división”.