El pasado 20 de julio, al término de su última reunión, la Conferencia Episcopal de Guatemala daba a conocer un comunicado en el que hacía “una lectura de los signos de los tiempos” y analizaba la realidad del país centroamericano “a la luz de la fe”. Aunque el diagnóstico no resulta demasiado alentador, los pastores ratificaban su compromiso con la construcción del Reino “desde los valores del Evangelio y de la Doctrina Social de la Iglesia”, dispuestos a seguir adelante y descubrir junto a sus compatriotas “la esperanza que viene de Dios”. Sobre este breve texto, desarrollado en 16 puntos, y cuanto en él se detalla, ‘Vida Nueva’ ha dialogado con uno de sus firmantes: el presidente del Episcopado y arzobispo de Santiago de Guatemala, el jesuita de origen español Gonzalo de Villa y Vásquez.
- PODCAST: Francisco en Canadá: lo que hay detrás
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
PREGUNTA.- Los obispos advierten en su último mensaje que Guatemala ocupa “el puesto más bajo en desarrollo humano de Latinoamérica”. ¿Atraviesa el país el momento más preocupante de su historia reciente?
RESPUESTA.- Ciertamente, Guatemala ha tenido momentos muy difíciles en su historia. También en los últimos cincuenta años. Lo más significativo del momento actual es el deterioro del Estado de derecho que abarca todas las instancias del Estado: Gobierno, Congreso, Corte Suprema, Corte de Constitucionalidad, Ministerio Público, Procurador de Derechos Humanos. Todos alineados y, en general, más interesados en protegerse que en mantener el Estado de derecho.
P.- ¿Cómo se combate tanto deterioro institucional y el consiguiente desencanto social que parecen invadirlo todo?
R.- Nuestro comunicado quiere ser una reflexión sobre una crisis sistémica profunda, que se ha ido agravando en los últimos años pero que de ninguna manera es coyuntural. La partidocracia en el país ha generado que los partidos políticos carezcan de ideología o de convicciones. Son vehículos electorales, con poca duración. La pérdida de credibilidad en el sistema es creciente entre la población. Entre los menores de 25 años, hay cifras muy altas de los que no se han tomado la molestia de empadronarse para poder votar. Es un signo ominoso de que, cada vez más gente, ha dejado de creer, no tanto en el Gobierno actual cuanto en el sistema en general. Ese desencanto es real, pero también la gente sobrevive en sus burbujas y en sus huidas, con una migración imparable hacia el norte.
Ni optimismo ni alternativas
P.- Al radiografiar los problemas que aquejan a su país, ustedes hablan de “corrupción, irresponsabilidad, intereses, miopía política…”. Resulta muy complicado revertir un panorama así. ¿Por dónde empezar?
R.- La corrupción, la miopía política (de políticos y de empresarios), conduce a que no haya optimismo de que existan alternativas evidentes por las que luchar. Hay cantos de sirena, hay sueños e ilusiones entre algunos comunicadores y entre alguna gente pensante, pero son expresiones que informan, cosechan aplausos entre pequeñas minorías, pero no generan movimientos sociales significativos.
P.- Los altos índices de violencia, la desnutrición infantil, la aplicación de la justicia, la situación de los indígenas… son otros asuntos que les preocupan. ¿Por qué no se aprecian mejoras significativas en ninguno de estos campos?
R.- Creo que no hay mejoras en los puntos que señalamos porque no hay voluntad política de enfrentar con seriedad, coherencia y eficiencia los problemas. Son problemas añejos y problemas que, aunque uno encuentre más causantes en determinados sectores de poder, tienen en realidad complicidades por pasividad o por costumbre en muy amplios sectores del país. (…)