La cita es en un área de descanso de la carretera que va hacia el norte, a pocos kilómetros de uno de los puntos de control de la barrera que separa Israel de los Territorios Palestinos. Una veintena de mujeres se bajan de los minibuses que llegan desde Jerusalén y Tel Aviv. Son médicas, psicólogas, enfermeras e intérpretes.
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Son casi todas israelíes, judías, cristianas y musulmanas y dedican casi todos los sábados a la atención sanitaria palestina. Una vez al mes la misión se dedica exclusivamente a las mujeres de los pueblos que son en su mayoría musulmanas. Por eso, un equipo exclusivamente femenino es más eficaz.
Al terminar las correspondientes presentaciones, la hermana Aziza saca una caja de bombones de su bolso. Es el cumpleaños de su amiga Bettina Birmanns, neuróloga de origen alemán, es una de las veteranas de las clínicas móviles coordinadas por Médicos Israelíes por los Derechos Humanos. “Está claro que no podemos hacer mucho, pero yo participo desde hace muchos años por un sentido de responsabilidad y solidaridad hacia quienes viven bajo la ocupación”, explica Bettina antes de volver a subirse a la camioneta.
Se necesita una hora y media de tortuoso camino plagado de curvas para llegar a la escuela en el pueblo cerca de Ramallah donde decenas de mujeres ya están en fila para esperar a los “médicos israelíes”. Sor Aziza es Azazet Habtezghi Kidane, eritrea de nacimiento, comboniana de vocación y enfermera de profesión, y la única “extranjera” y cristiana del grupo. Habla árabe con fluidez y conoce muy bien la cultura palestina.
Encuentro entre dos mundos
Por eso, también se presta como intérprete a Ziva Gotlibe, una ginecóloga judía de Tel Aviv, durante la consulta del aula transformada en clínica. Atienden durante tres horas sin parar a mujeres embarazadas o con otros problemas, muchas veces calladas por pudor, miedo, ignorancia o desconfianza. “Hay casos de sufrimiento que duran años antes de que las mujeres hablen y busquen tratamiento, pero creo que lo más importante de estas clínicas móviles es la posibilidad de un encuentro entre dos mundos que, de hecho, no se conocen. Las doctoras israelíes escuchan mucho, se dan cuenta por sí mismas de cuál es la condición de los palestinos”, explica sor Aziza.
Se trata de puente entre israelíes y palestinos únicamente sanitario, sin otras implicaciones. En la habitación contigua a la de Aziza, Bettina visita a una niña con una patología compleja que requiere una cirugía multidisciplinar, imposible de realizar en los Territorios Palestinos. El diagnóstico requiere el ingreso en un hospital israelí. “Proporcionamos todos los contactos necesarios, pero la Autoridad Palestina debe pagar los costes, y esto sucede solo en casos difíciles”.
Khadeje, la mano derecha del alcalde del pueblo vela por que todo vaya bien y sonríe con satisfacción porque en dos años de colaboración, cada vez más aldeanos acuden a ser examinados por este equipo defensor de los derechos humanos. “Dejemos de lado las diferencias religiosas y la política. En el centro solo hay médicos que dan atención gratuita a nuestra gente”, interrumpe Khadeje mientras de reojo controla la distribución de medicamentos y la llegada de pollo y arroz para ofrecerlo a sus invitados en el almuerzo. “Es uno de los momentos más hermosos, – dice Aziza–, porque compartimos el trabajo realizado y la experiencia vivida. Para algunas es la primera vez que vienen y otras, como yo, venimos todos los sábados”.
Deseo de servir a Dios
Una fidelidad que ha durado 12 años, desde el inicio de la misión en Tierra Santa de Azezet Kidane, de 64 años, monja comboniana desde los 20. Para vestir el hábito religioso se escapó de casa, literalmente. Su padre quería casarla, pero Azezet sentía otro tipo de atracción. Durante los años de voluntariado en el orfanato de los combonianos de Massawa, intuyó que le gustaría dar su vida al servicio de los más necesitados. “Descubrí más tarde que en el origen de mi deseo de servir a los pobres estaba el deseo de servir a Dios”, explica Aziza recordando sus 40 años de misiones en Etiopía, Sudán, Londres, Tel Aviv.
Va a encontrarse con su gente entre los rascacielos de las start-ups israelíes: los eritreos que huyen del país y de la guerra en Sudán del Sur que han caído en manos de bandas criminales que trafican con seres humanos en el desierto del Sinaí. Una trata que en 2008 llevó a miles de refugiados a la frontera sur de Israel, llegando en condiciones pésimas. Muchas mujeres llegaban embarazadas y pedían abortar. Los médicos de este grupo intentaron comprender la dimensión del infierno de violencia y abuso que habían sufrido.
La hermana Aziza se convirtió en su voz. Recogió más de 1.500 testimonios, ayudó a las mujeres a encontrar una razón para vivir y a las autoridades a seguir los pasos de la red de traficantes, muchos de los cuales eran ciudadanos eritreos, verdugos de auténticos campos de tortura. Las quejas de sor Aziza son tan indigestas para el gobierno de su país que no le renueva el pasaporte. Más de diez años después, la religiosa sigue siendo una persona non grata en su tierra natal.
El ganchillo, instrumento de trabajo
Con la construcción en 2013 del muro de separación israelí en la frontera sur con Egipto se puso fin a la emergencia migratoria, pero no terminaron las necesidades de las mujeres acogidas por Sor Aziza. Hoy, 450 madres jóvenes participan del proyecto Kuchinate que puso en marcha en 2011 esta religiosa junto a una psicóloga israelí. El ganchillo es el principal instrumento de trabajo de estas mujeres, sin estatus legal en Israel. Sus prendas las venden para ganarse el pan de cada día y sentirse de nuevo como seres humanos, queridas y amadas.
“Cuando las Naciones Unidas decretaron el fin de la emergencia en el Sinaí, también terminaron las ayudas para nuestro hogar de acogida. Estas mujeres son solicitantes de asilo, pero sin derecho a servicios sociales y de salud. Están como en un limbo”, lamenta Aziza, que viaja entre Tel Aviv y Jerusalén, donde vive con su comunidad. Dos italianas, dos mexicanas, dos españolas y una etíope.
“El carisma comboniano está muy ligado a Tierra Santa porque san Comboni vino aquí antes de la misión en África. Nos sentimos como en casa en una tierra que tiene mucha necesidad de reconciliación, herida por antiguos traumas, hecha de fronteras en disputa. Lo hemos visto en nuestra propia piel al toparnos con el muro de separación en el jardín. Tuvimos que tomar una decisión”, explica sor Alicia Vacas, la provincial.
Educación para sus hijos
Basta con subir a la terraza para entender por qué. El muro rodea la propiedad de las monjas y hace de frontera con el jardín de infancia de los niños de Betania. Para llegar al pueblo de Lázaro, Marta y María, a pocos metros en línea recta, ahora hay que recorrer 25 kilómetros. “También dividimos nuestra comunidad en dos y dos hermanas se fueron a vivir allí”, cuenta sor Alicia.
Aziza vivió allí hasta hace un año, cuando coordinaba las actividades con las comunidades beduinas dispersas en el desierto entre Jerusalén y Jericó. Veintiséis aldeas formadas por chozas en peligro constante de ser arrasadas por excavadoras israelíes. Explica que “son los más miserables y necesitados de Tierra Santa. No tienen nada. Empezamos a trabajar con ellos porque eran los más abandonados. Desde un principio nos pidieron educación para darles un futuro a sus hijos”.
Hoy hay unos siete jardines de infancia en los pueblos y más de una joven se ha graduado. Otras se han hecho maestras, enfermeras o peluqueras. Incluso una es taxista. “Para no depender de los varones de la familia, invirtió sus pocos ahorros en comprar un coche. Fue el primer paso que la ayudó a renunciar a la propuesta de matrimonio de uno de sus primos y así evitar los frecuentes problemas genéticos entre ellos. Se casó con un joven de Hebrón y se mudó allí. Nuestra tarea es sembrar, con paciencia. Dios es el que hace nacer los frutos”, concluye sor Aziza.
*Reportaje original publicado en el número de julio de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva