La presencia de prácticamente todo el colegio cardenalicio en Roma desató el interés de aquellos purpurados dentro del aula sinodal con más atención mediática fuera
Los cardenales son humanos. Más de los que algunos se imaginan cuando buscan dibujar a príncipes de la Iglesia, alejados en sus torreones episcopales. Hablan, se ríen, se quejan… Y miran de reojo al de al lado en cualquier reunión, llámese cumbre, asamblea o cónclave.
Ayer, en el encuentro extraordinario convocado por el Papa Francisco para exponer las claves de la constitución apostólica ‘Praedicate Evangelium’ también hubo expectación entre algunos presentes y ausentes. Con chascarrillos por lo bajini y con intentos de comprobar las reacciones de unos y otros ante determinados comentarios.
Fichado por todos y cada uno, Angelo Becciu. No era para menos. Proscrito por estar juzgado en el mayor caso de malversación de fondos de la Santa Sede, Francisco le llamó la semana pasada para que participara tanto del consistorio como de la asamblea. Y a la vista está que obedeció con agrado, convencido de que aquello era una restitución plena de poderes que, al parecer no es así. De hecho, en el listado oficial del Vaticano, no aparece entre los electores. Pero lo relevante era que estaba. Y sabiendo que contaba con el beneplácito del jefe, ayer no percibió ni un mal gesto ni una palabra de desagrado.
Algunos también se sorprendieron de la presencia del francés Phillipe Barbarin, quizá porque desconocían que su calvario acusado de encubridor de pederastas ya había terminado con sentencia a favor del cardenal. Decidió retirarse de la vida pública, pero no de sus obligaciones como uno de los hombres del Papa, sabiendo además que Francisco le aprecia muy mucho.
Y hubo quien se acercó al cardenal Marc Ouellet para solidarizarse con él. Hace unas semanas le sorprendió una denuncia por abusos a una mujer hace diez años. Pero justo ayer, el ‘ministro’ responsable de todos los obispos del planeta y, por tanto, uno de los rostros más conocidos de todos los purpurados, era exonerado por la Santa Sede, que decidió no ir más allá en la investigación del caso.
Las miradas también buscaban reconocer al más joven de los doscientos invitados. El rostro le delataba al misionero de la Consolata, Giorgio Marengo. Con 48 años y una barba hípster, el máximo responsable de la Iglesia en Mongolia, con un rebaño de 1.400 católicos, no pasó desapercibido, aunque lo intentó.
Entre los que faltaban, más allá del inesperado ingreso del neocardenal danés, en mente tenían, sobre todo los latinoamericanos, al cardenal Leopoldo Brenes. La persecución eclesial del presidente nicaragüense Daniel Ortega personificado en la detención del obispo Rolando Álvarez desaconsejaba que el arzobispo de Managua abandonara el país. Pero ayer estuvo presente en el aula sinodal. Más de lo que se imagina.