A mí no me han hecho justicia ni en Cataluña ni en el resto de España… A mí se me ha querido rebajar constantemente, diciendo que era un crítico y un gran historiador, pero no un buen compositor. Y no es así: yo soy un buen compositor. Yo no pido respeto para mis años, sino para mi obra. Que la oigan, que la estudien y que la juzguen”. Este era el lamento eterno de Felipe Pedrell (1841-1922), que conocemos gracias a un artículo de Manuel de Falla. Da la sensación de que el músico de Tortosa vaticinaba lo que sería su legado en el futuro.
Piedra angular del nacionalismo musical español y promotor de la reforma de la liturgia musical, resucita con justicia gracias a la recuperación de una de sus obras clave, La Celestina, que hemos podido escuchar en versión concierto 120 años después de que fuera escrita. Su compleja puesta en escena, la necesidad de dos sopranos de primer nivel para los papeles de la alcahueta y Melibea, así como un coste de 1.147 pesetas del año 1902 hicieron inviable su llegada a las tablas.
Respetado musicólogo y erudito y cercano maestro, entre los muchos discípulos pedrellianos (su piso en la calle Aragón de Barcelona es descrito como un hervidero de saber musical y aprendizaje cultural, donde todo aquel que tuviera una mínima inquietud artística no dejaba de pasar siquiera fuera una tarde), de Albéniz a Granados, pasando por Falla y Gerhard, destaca el padre José Antonio de Donostia, también conocido como ‘Aita Donostia’, fraile capuchino, compositor y musicólogo relevante con quien trabó una fructífera y sólida amistad que recogen cuatro años de misivas (entre 1915 y 1918) en las que, además de los asuntos propiamente artísticos, abordan un tema universal y capital para ambos: “Hacer de la obra de arte obra de amor”