Érase un cura a un manojo de llaves pegado. Cada vez que echa a andar. Con las manos atrás. Algo cabizbajo. Meditabundo. Quizá maquinando el próximo charco en el que meterse: cómo conseguir otra ambulancia para enviar a Kiev o ingeniárselas para abrir otro restaurante Robin Hood que dé dignidad a quienes no tienen qué llevarse a la boca. Traje oscuro, camisa blanca, corbata roja aflojada y bufanda a juego a modo de estola, como si fuera una extensión del alba.
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Lleva alzacuellos cuando toca, pero a nadie se le escapa por donde va que se ha cruzado con el padre Ángel. “No llevo las llaves porque me crea San Pedro, es por el llavero de la Santina. No puedo hacer nada sin ella. Me quita los nervios y me da fuerzas”, confiesa este asturiano hasta la médula. Durante unos meses tuvo que echar mano de un bastón a lo Bergoglio, porque una ciática decidió darle la lata. De momento, lo ha dejado aparcado.
“Me siento un privilegiado y por eso doy gracias a Dios constantemente”, expone poco antes de presidir su eucaristía mañanera en el altar de la iglesia de San Antón, ese templo ecléctico en pleno barrio de Chueca que se ha convertido en casa de todos, especialmente de quienes no tienen un techo. Los bancos reconvertidos en mesas de comedor se mezclan con butacones para confesiones y consultas legales, un dispensador de donativos, una silueta a tamaño real del Papa o una cesta descomunal a la espera de ser llenada con un kilo de arroz o un paquete de pañales.
“Últimamente, cada vez que me llaman porque alguien cercano está grave o en su lecho de muerte, voy como sea… No puedo privarle a nadie de que esté sin acompañamiento espiritual en su último suspiro. Nadie se merece estar solo en el paso a la muerte”, plantea.
El padre Ángel celebra la misa casi susurrando, separado por una cortinilla de la nave central, donde ya están desayunando unos cuantos desahuciados de toda dignidad. Justo antes de llegar a la consagración, Manuel y Jorge le interrumpen cargados con su mochila desgastada de Quechua y esterilla recién repuesta. Duermen cerca de la estación de Nuevos Ministerios y desde hace cuatro años acuden a San Antón al amanecer. Y de paso, buscan sacarle algo de calderilla al cura. Lo consiguen.
Ahora sí, el padre Ángel puede tomar el pan y el vino en una mesa en la que caben todos. En cuanto concluye la liturgia, baja los cuatro escalones, coge un tazón y se sienta al lado de sus invitados como uno más, haciéndose el encontradizo, buscando conversación para ver cómo se le podría rescatar de la calle. Pero también para que no se le olvide que el resto de su implacable agenda salpicada de políticos, empresarios y gente del colorín solo tiene sentido si empieza y termina con y por los últimos.
“Cada mañana damos cien desayunos aquí y otros en la sede principal”, expone Franklin, coordinador de voluntarios, que se topó con San Antón cuando hace tres años llegó huyendo de Venezuela. “Yo no tenía referencia de quién era el padre Ángel. A mí no me atrajo lo mediático sino la obra de verdad, la labor social que hace esta iglesia”. Y enfatiza ese “esta iglesia” para subrayar su rol de “hospital de campaña” mientras pone al día al padre Ángel de algunos detalles. “Es un referente para todos para seguir. Si el padre Ángel no decae ni baja la guardia, los demás tampoco”, suscribe.
“Estoy vivo”
A las seis y media ya está en pie. Ni mucho menos se considera un madrugador. “La pobreza se despierta antes”. Lapidario golpe en la conciencia del que escucha, que duele más porque quien lo suelta lo hace con una sonrisa y sin ánimo de ofender. Duerme a pierna suelta, porque el cansancio le vence nada más tocar las sábanas, aunque “hay muchas cosas que me quitan el sueño durante el día”. Y cuando uno le pregunta un simple ‘qué tal estás’, la devuelve con cierta sorna: “Estoy vivo”.
Tiene 85 años y en estos días celebra los 60 años de Mensajeros de la Paz, aquel proyecto que dio sus primeros pasos en Oviedo cuando se juntó con otro cura recién ordenado, el padre Ángel Silva, para crear ‘Cruz de los Ángeles’, una asociación para rescatar a niños y jóvenes de la marginación.
Lo primero fue abrir una casa-familia, después los hogares para cualquier excluido. En los 90 llegaron el Teléfono Dorado para atender la salud emocional de los ancianos, y las residencias de mayores. A partir de ahí, los proyectos internacionales. Hace siete años reabrió San Antón, gracias al cardenal Carlos Osoro, para aplicar con literalidad durante 24 horas al día el mandato papal del “hospital de campaña” y que ya se ha contagiado a otras ciudades como Barcelona. Ahora, en sus manos está convertir la conocida como catedral de Justo –el templo heredado y levantado con material de reciclaje por el labrador Justo Gallego en Mejorada del Campo– en un espacio abierto a todas las religiones.
Un cura vago
Solo la Fundación como tal está hoy presente en 16 países de cuatro continentes y cuenta con un presupuesto de unos tres millones de euros que permite sufragar más de 40 proyectos en marcha entre bancos solidarios, comedores, roperos, lavanderías, programas de formación, centros de acogimiento familiar, apoyo escolar… Cuenta con más de un millar de empleados y 300 voluntarios permanentes a los que se unen otros tantos puntuales en determinadas campañas o a través de los programas de diferentes empresas que colaboran con ellos.
“La palabra jubilarse no debería existir en algunas vocaciones y profesiones”, sentencia el de Mieres en las bodas de diamantes de Mensajeros, que celebrará el 21 de octubre con el Rey, que se hará presente en San Antón. Y deja un chascarrillo de propina: “Debo ser casi el único cura vago que hay en España: no he trabajado en mi vida. Le pedí a mi querido obispo Gabino Díaz Merchán que me dejara libre para atender a los niños y aquí estoy”.
Al pie del cañón. Dirigiendo, pero también delegando. Sabe que Mensajeros de la Paz es el padre Ángel, pero no se engaña pensando que será eterno ni se siente propietario de la obra. “Afortunadamente hay un equipo que rueda a la perfección, tenemos miles de colaboradores y presencia en muchos países. Esto funciona sin mí mejor que conmigo”.
Impaciencia
Nunca ha tenido la tentación de tirar la toalla ni le ha pedido cuentas a Dios, pero confiesa que sí se quedó noqueado cuando hace una década la monitora de uno de sus centros para niños con discapacidad en Valladolid asfixió a tres menores. Los investigadores hablaron de “homicidio compasivo”. Para Ángel fue directamente “una locura”. “Si uno pensara realmente todos los problemas que te pueden surgir cuando te vas a casar o te vas a ordenar, ni te emparejabas ni te hacías cura”, reacciona de inmediato, desmintiendo que haya pasado por esa noche oscura, de ausencia de Dios.
“Para eso hay que ser un místico y yo solo soy un sacerdote de a pie. También te digo que es la mejor vocación del mundo, junto con la de médico. Tengo algunos compañeros que son las dos cosas, pero para eso hay que ser listo de verdad”. Eso sí, nunca pasó por su cabeza que recayera en él una mitra. “Habría dicho que sí, pero a nadie se le ocurrió. No comparto quienes lo ven como una carga o como que frena tu naturalidad para cambiar el mundo. Se pueden hacer muchas cosas buenas como obispo”.
¿Y si le cayera una púrpura? “Tampoco diría que no”. Eso sí, no se ve formando parte del catálogo de los santos y, menos aún, con una peana debajo. “Me pierde la impaciencia, y ese es un pecado gordo. También es cierto que no es lo mismo tener 85 años que 24, que te queda toda la vida por delante. Aunque también es verdad que ser impaciente lleva de la mano una virtud: valorar el tiempo”.
No tirar la toalla
Aguanta con buen humor los chaparrones que le caen de los sanedrines digitales preconciliares y determinados baculazos con ortodoncias doctrinales. Aunque nunca se han atrevido a censurarle como tal. Quizá porque saben que la opinión pública lapidaría al que lanzara el primer improperio. “A estas alturas, me dan por imposible. Si no me quieren, sus motivos tendrán. Nunca he pensado en dejar de ser cura por estas cosas ni por nada. Yo amo a la Iglesia, quiero a mi Iglesia, y no considero que sea mala a pesar de los escándalos, porque ha sido y es pionera en todo: hospitales, sida… Lo que no soporto es a los que hacen daño desde dentro porque se creen amos y señores”, expresa con la misma naturalidad con la que en San Antón bendice a los animales, acoge a los homosexuales del barrio de Chueca que se dejan caer, atiende a todos los no creyentes que pisan esa iglesia porque no se atreven a entrar en otras…