Hace tiempo que aconsejo a todo el mundo que tenga un contacto directo y diario con los Evangelios. ¿Por qué? Porque si no tenemos contacto diario con la persona que amamos, es difícil que la amemos.
El amor no se puede vivir por correo, no se puede cultivar solo a distancia; por supuesto que a veces puede ocurrir, pero son excepciones. El amor necesita un contacto continuo, un diálogo continuo: es escuchar al otro, acogerlo, mirarlo. Es compartir la vida.
Si no experimentamos al Cristo vivo, aquel con el que el Evangelio nos pone en contacto, corremos el riesgo de captar solo ideas o, peor aún, ideologías sobre el Evangelio. En otras palabras, estaremos en contacto no con Jesús, el Viviente, sino con opiniones y pensamientos sobre él, algunos de los cuales son verdaderos, otros no.
Pero no hemos sido salvados por ideas, sino por una persona, Jesucristo. Así que llevar un Evangelio de bolsillo consigo, e incluso leer varias veces al día algo, es como llevar consigo el “alimento” cotidiano. Es fundamental “alimentarse” con Jesús, alimentarnos de Jesús.
Hay dos mesas para nutrirnos, como nos enseñó el Concilio: la Eucaristía y la Palabra. Acudir al Evangelio –al pequeño Evangelio de bolsillo, al Evangelio grande que tenemos en casa, a las lecturas diarias que llegan a nuestros teléfonos inteligentes– es una forma de ver al Jesús concreto, de encontrarlo. Es la manera de acogerlo de forma diferente a como nos lo presentan los teólogos o los exégetas, que es algo precioso, pero es otra cosa.
La salvación es de hecho algo, Alguien concreto y, por tanto, tiene lugar en la concreción del encuentro personal. Durante siglos Dios comunicó el anuncio de la salvación a través de la voz de los profetas, pero en un momento determinado ese tiempo terminó y él mismo se hizo carne, se hizo hombre y vino a habitar entre nosotros.
Tener el Evangelio a mano para leerlo varias veces al día –solo se necesita un rato– es acoger al Verbo hecho carne, es comprender que nuestro credo no es solo una lista de artículos de fe, sino una persona viva: Jesús. Nuestra fe es Jesús.
Podemos conocer todos los dogmas, podemos ser católicos ilustrados, pero sin un contacto constante con el Evangelio seguiremos siendo cristianos solo en la cabeza, y la fe no bajará al corazón, no habitará la vida. Para ser cristianos es necesario, por el contrario, que el Verbo, es decir, la Palabra baje y venga a habitar en nosotros.
El Evangelio no es solo una historia del pasado o un cuento edificante con buenas enseñanzas morales. El propósito de la Palabra de Dios no es tanto hablar a nuestras mentes, sino que el propósito es el ‘encuentro’. La Palabra de Dios es un don para el encuentro: el Señor vino a nosotros con su Hijo –que es su Palabra– para ‘encontrarnos’.
Sin encuentro, el Evangelio sigue siendo una historia que leo, que me habla de un Maestro que ofrece enseñanzas sobre la vida. En cambio, cuando me encuentro con el Señor en su Palabra, nace y renace un sentimiento de asombro, algo que apenas sentimos cuando leemos el Evangelio solo intelectualmente, como una narración histórica.
El asombro es ‘el perfume’ de Dios que pasa en ese momento. Muchas veces ocurre que leemos un pasaje del Evangelio y luego lo volvemos a leer, y no pasa nada. Luego, un día, al escuchar o releer ese mismo pasaje, nos toca el corazón y comprendemos la profundidad de lo que hemos leído o escuchado. Esto lo logra el Espíritu Santo, que hace a Cristo vivo y actual en nosotros, que nos revela su presencia en los Evangelios.
Si escucho las noticias sobre Dios solo con mi intelecto o con curiosidad, difícilmente me involucraré y maduraré. Pero cuando siento el asombro –que es una gracia del Espíritu Santo, un don de su gracia– ahí advierto que el Señor está presente, que toca el corazón con su ternura. Tomemos el Evangelio en nuestras manos con sencillez y amor: será Dios el que nos dará el asombro y el que permitirá que lo encontremos. En los Evangelios hallaremos, ‘sine glossa’, el estilo de Dios: la cercanía. Y dentro de esta cercanía hay compasión y ternura. Estas son las tres huellas del estilo de Dios. (…)