En el 60 aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, el obispo italiano Luigi Bettazzi, uno de los últimos participantes vivos de la asamblea, recuerda “la libertad” de los debates
“El 11 de octubre de 1962 resultó sobre todo un día de folclore, con los más de 2.000 obispos del mundo que entraban en procesión en San Pedro, engalanados de los modos más vistosos, en particular los de rito oriental”. El italiano Luigi Bettazi, obispo emérito de Ivrea y uno de los últimos padres conciliares todavía vivos, está a punto de cumplir 99 años pero no se olvida de cómo fue aquel día del que hoy se cumplen 60 años con el que echó a andar el Concilio Vaticano II, el evento eclesial más importante de los últimos siglos.
“Se pensaba que en poco tiempo se habrían aprobado las decenas de documentos preparados por las comisiones creadas para ese fin. Yo mismo estaba convencido de ello”, cuenta en una entrevista publicada este martes por el diario ‘Avvenire’. Bettazzi, que formó parte de la comisión dedicada a los seminarios, tenía entonces 39 años y era uno de los padres conciliares más jóvenes, por lo que estaba sentado en uno de los últimos lugares.
“La asamblea se reunía en unos largos bancos colocados en unas gradas a lo largo del pasillo central de la basílica de San Pedro, con los lugares marcados según la fecha del nombramiento episcopal. Hacia el altar estaban los cardenales y los patriarcas, luego al final los arzobispos y los obispos”, recuerda este prelado que palpó la universalidad de la Iglesia durante la asamblea conciliar.
Uno de los aspectos que más le llamó la atención era “la libertad” con la que se hablaba tanto en las sesiones oficiales como en los pasillos, algo a lo que “animó” el propio papa Juan XXIII, que convocó el Concilio. El inicio de los debates, por lo general, estaba promovido por los episcopados “más organizados”, entre los que Bettazzi recuerda a los alemanes, holandeses, franceses, belgas y estadounidenses. Estos grupos tenían experiencia en el diálogo con los protestantes y en “moverse en ambientes de laicidad”. Los obispos del sur del mundo, en cambio, ponían el acento en la construcción de “una Iglesia atenta a los pobres”.
Esa idea de una comunidad eclesial volcada en los más desfavorecidos fue en parte “frenada” por el papa Pablo VI, al que le tocó continuar y concluir el Concilio Vaticano II en 1965 tras la muerte de Juan XXIII en 1963. “Temía que se hiciera una interpretación política debido a la guerra fría entonces en curso entre Estados Unidos y la URSS. Prometió que trataría el tema en una encíclica, que fue la ‘Populorum progressio’ de 1967, pero que se ocupa más de la paz que de la pobreza”, sostiene el obispo emérito de Ivrea.
La tibieza de Pablo VI a la hora de afrontar esta cuestión llevó al nacimiento del llamado Pacto de las Catacumbas, en el que obispos de todo el mundo se conjuraron para hacer de la pobreza una de las principales señales de identidad de la Iglesia católica. Bettazzi formó parte de aquel grupo de primeros firmantes. “Como el Papa dudaba a la hora de tratar la Iglesia de los pobres, el movimiento que estaba interesado en ello, que tenía su sede en Roma en el Colegio Belga, hacia el final del Concilio promovió un encuentro libre de obispos en las Catacumbas de Domitila. Nos reunimos unos 40”.
Aquella histórica cita tuvo lugar el 16 de noviembre de 1965 y estuvo liderada por Charles-Marie Himmer, obispo de la diócesis belga de Tournai, que presidió la Eucaristía y al final de ella, presentó un documento según el cual, cada obispo se comprometía a llevar una vida de pobreza, a desarrollar una pastoral más cercana a los trabajadores más humildes y a los marginados y a dejar la gestiones de las finanzas de las diócesis en las manos de laicos especializados. “Firmamos 42 obispos. Casualmente yo era el único italiano. Nos comprometimos a que lo firmaran otros obispos amigos, así que al final al Papa le llegó un documento con más de 500 firmas”, concluye Bettazzi.