“La Iglesia, iluminada por la luz de este concilio, crecerá en riquezas espirituales, cobrará nuevas fuerzas y mirará sin miedo hacia el futuro (…) mediante las reformas oportunas”. Estas palabras cumplen hoy, 11 de octubre, 60 años. Juan XXIII, tras un complejo camino, lograba inaugurar en 1962, en la basílica Vaticana el concilio Vaticano II. El Papa había hecho el sorpresivo anuncio mientras celebraba la fiesta de la Conversión de san Pablo, como siempre, en la basílica construida en su lugar de martirio el 25 de enero de 1959: “Pronuncio ante ustedes, cierto, temblando un poco de conmoción, pero al mismo tiempo con humilde resolución de propósito, el nombre y la propuesta de la doble celebración de un sínodo diocesano para la Urbe y de un concilio ecuménico para la iglesia universal”, señaló leyendo un papel minúsculo.
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Aquel Papa de transición había dejado abierta la puerta a una auténtica revolución, pero la Curia romana se empeñaba en minimizar el alcance del anuncio. Algo que quedó caduco cuando en la apertura Juan XXII –en un discurso titulado ‘Gaudet Mater Ecclesia’– pidió que se superan “ciertas voces que no dejan de herir nuestros oídos. Se trata de personas muy ocupadas sin duda por la religión, pero que no juzgan las cosas con imparcialidad y prudencia. (…) Nosotros creemos que de ninguna manera se puede estar de acuerdo con estos profetas de desgracias que siempre anuncian lo peor, como si estuviéramos ante el fin del mundo”. Con estas palabras del Papa se consiguió que los 75 esquemas preparados resultasen viejos antes de tratarlos, señala el historiados Juan María Laboa.
Una reforma necesaria
“La sustancia de la antigua doctrina del depósito de la fe es una cosa, y la manera en que esta se presenta es otra”, señalaba Juan XXIII haciendo una llamada a la apertura a la renovación y a los signos de los tiempos. Una tarea que no fue fácil en una sociedad compleja y con unos obispos “reunidos en concilio que no estaban dispuestos a ser meras comparsas pasivas, sino que acudían a Roma prestos a ejercer su magisterio, en pocas ocasiones tan real como en un concilio”, señala Laboa. Esto quedó evidente en los primeros compases de las reuniones que empezaron aquel 11 de septiembre cuando se fueron formando unas comisiones que diferían de las propuestas preparadas por la Curia.
El ánimo vivido en la basílica en la celebración de apertura, con silla gestatoria y tiara y conforme a los usos litúrgicos clásicos, ya dejaba entrever que no solo la reforma era posible, sino también necesaria. “El discurso del 11 de octubre es el verdadero mapa del concilio. Más que un “orden del día”, define un espíritu. Más que un programa, ofrece una orientación”, se pudo leer al día siguiente en el periódico francés La Croix. Parece ser que había una voluntad real a responder a aquello de “Iglesia, ¿quién eres? ¿qué dices de ti misma?“
A lo largo de cuatro sesiones, por el aula conciliar pasarán más de 2450 obispos de la Iglesia católica –un grupo de unos 200 exiliados chinos no pudieron acudir a Roma–, un buen número de teólogos invitados del papa como consultores (Yves Congar, Karl Rahner, Henri de Lubac, Hans Küng, Gérard Philips…), miembros de las Iglesias ortodoxas y protestantes, observadores católicos laicos e, incluso, periodistas de periódicos italianos, ingleses, estadounidenses, alemanes y franceses.
“El Concilio que comienza aparece en la Iglesia como un día prometedor de luz resplandeciente. Apenas si es la aurora; pero ya el primer anuncio del día que surge ¡con cuánta suavidad llena nuestro corazón! Todo aquí respira santidad, todo suscita júbilo. Pues contemplamos las estrellas, que con su claridad aumentan la majestad de este templo; estrellas que, según el testimonio del apóstol san Juan, sois vosotros mismos; y con vosotros vemos resplandecer en torno al sepulcro del Príncipe de los Apóstoles los áureos candelabros de las Iglesias que os están confiadas”, decía casi al final de su discurso Juan XXIII frente a los “profetas de calamidades”. 60 años después la lucha de hermenéuticas de la continuidad o la ruptura hace que unos reivindiquen el legado conciliar otros critiquen las crisis abiertas o suspiren con nostalgia.