El 10 de agosto de 2018, el misionero jesuita español Carlos Riudavets, quien llevaba 38 años en la Amazonía peruana, acompañando a las comunidades indígenas awajún y wampís (antiguamente eran aguarunas y huambisas) en las localidades de Chiriaco y Yamakaientsa, era asesinado en la última por un antiguo alumno. Segada su vida a los 73 años, su muerte dejó una honda conmoción entre los muchos que le conocieron. Entre ellos, dos de sus compañeros jesuitas en la misión: Juan Cuquerella y Fernando Roca.
Cuatro años después, Juan comparte con ‘Vida Nueva’ un emocionado recuerdo hacia el amigo que, tras llegar en 1980, “se dedicó al sueño de los antiguos misioneros: darse y desgastarse plenamente para que los awajún y wampís tuviesen una educación de calidad que les permitiese crecer y desarrollarse plenamente como hijos de Dios, como personas y como pueblo”.
Casi cuatro décadas en las que el jesuita, tras aceptar, “sin pensarlo mucho”, la petición “de los ya viejos misioneros para que les ayudase a llevar adelante este trabajo de frontera”, llegó lleno de energía y pasión. Así, “se puso manos a la obra en el Colegio Valentín Salegui, impulsado por Fe y Alegría y dedicado a la Secundaria. Pero, sobre todo, el primero pensado y diseñado para que los jóvenes de los pueblos originarios crecieran como personas y su pueblo siguiese siendo una realidad. Carlos se dedicó plenamente a hacer funcionar esa gran maquinaria que es un colegio donde vivían 200 alumnos y con muy pocos recursos y personal”.
Juan relata que “tuve el privilegio de compartir esta tarea durante 12 años y puedo dar fe de que Carlos era el motor que hacía que todo y todos funcionásemos. Estaba en todas partes, era inagotable. Era siempre la voz sensata de lo posible con los pies en el suelo, eficaz, eficiente y constante. Además, contaba con dos elementos de los que tenía una gran abundancia: un gran cariño y un gran sentido común. Y, por supuesto, horas y horas de muchísimo trabajo”.
Carlos fue fiel a la historia de la misión jesuita en Chiriaco y Yamakaientsa, en la Amazonía peruana, “donde la Compañía llegó en 1946, cuando el Papa nos encargó esta parte de la Iglesia por su situación de dificultad, generada por la marginación, no solo geográfica, sino especialmente social”. Una entrega de casi ocho décadas que se explica por la fidelidad a un eje: “Lo importante no está en saberlo verbalizar, sino en saberlo vivir. El amor, como nos dice san Ignacio, hay que ponerlo por obra, no quedarse solo en las palabras”.
En el caso de Carlos, volcó su pasión por Dios en las aulas: “Entendió la educación como el desarrollo pleno de las capacidades de las personas y de los pueblos. Para él, educar no significaba llenar la cabeza de conocimientos o de ideas geniales y salvadoras; ni siquiera de valores buenos y universales. Significaba sacar de dentro de las personas lo mejor que Dios ha depositado en ellas: su capacidad de pensar, de aprender, de querer, de servir, de compartir. Ser maestro significaba para él acompañar el proceso de crecimiento de todas estas capacidades”.
Por ello, se volcó en conformar un entorno favorable: “Año tras año, día tras día, hora tras hora, a tiempo completo, se dedicó a que los alumnos tuviesen el acompañamiento cercano en este crecimiento, a que se diesen en el colegio esas condiciones de confianza, convivencia, respeto y jovialidad”. Por ello, nunca cejó en su afán modernizador: “Se preocupó por la funcionalidad de las aulas, por el funcionamiento eficiente de las granjas y piscigranjas, por implementar una moderna sala de ordenadores con conexión a Internet…Hasta construyó una pequeña hidroeléctrica para electrificar el colegio, convirtiéndolo en el único a nivel nacional con una propia y exclusiva”.
Echando la vista atrás, al día de su asesinato, Juan lamenta que hubo quien “no supo o no quiso leer este mensaje de amor y pensó que le arrebataba a Carlos su vida en medio una violencia absurda e inhumana. Pero no es cierto. No le pudieron arrebatar su vida porque, durante 38 años, él la había regalado a manos llenas a Jesús de Nazaret, a la Iglesia, a sus compañeros de comunidad, a sus alumnos y al pueblo awajún y wampís. Ya apenas le quedaba nada que le pudiesen arrebatar. Gracias, Señor, por tu regalo. Gracias, Carlos, por tu vida”.
Por su parte, Fernando rememora que “conocí a Charlie, como le decíamos cariñosamente sus amigos, en 1984. Yo aún no era sacerdote y fui destinado al Valentín Salegui, a orillas del río Chiriaco. Me llamó siempre la atención su capacidad de ser hombre bisagra. Por ejemplo, entre nosotros los jesuitas, la convivencia a veces puede no resultar fácil cuando uno está entre la selva y el río y las caras que uno ve en la comunidad son pocas y siempre las mismas. Carlos fue un hombre bueno, buscando siempre lo mejor para todos y tratando de hacerlo con sencillez, eficacia y alegría. Me quedo con esa alegría espontánea que brota de alguien nacido en Ayamonte, al sur de España, y que había adoptado como su segunda patria la Amazonía peruana, con su desafiante diversidad cultural y su increíble biodiversidad”.
Una zona “donde no faltaban las tensiones entre los nativos (habitantes de pueblos originarios amazónicos) y los colonos (migrantes andinos que bajaban desde los Andes hacia la planicie amazónica en busca de un futuro mejor). Carlos no hacía distinciones y trataba siempre de ayudar a unos y a otros de la mejor manera”.
Fernando sigue pensando mucho en su compañero y en su doloroso final: “Un buen amigo teólogo me comentó hace mucho que, a veces, el mal pareciera ensañarse con la gente más buena. El asesinato de Charlie nos llena de preguntas sin respuestas. Pero nos queda la certeza y la confianza de que fue un jesuita a carta cabal, generoso en su entrega, siempre disponible a los requerimientos de sus superiores y buscando el Magis ignaciano en todas las cosas que hacía, con un esfuerzo grande por inculturarse en el mundo awajún-wampís. Querido Charlie, lo mejor de ti sigue vivo en los que tuvimos la suerte de convivir contigo”.