A Francisco el Reino de Bahrein le ha acogido con el muy solemne e impresionante ceremonial que reserva a sus huéspedes más ilustres: despliegue de tropas, bandas de música, niños con banderitas, salvas de cañón y unos escenarios que reflejan con su riqueza el poderío de este pequeño país que nada en la abundancia.
El Palacio Real de Shakir, reconstruido en los años noventa, en todo su esplendor ha sido el escenario donde el Papa y el Monarca han mantenido una conversación privada a la que ha seguido la presentación de las respectivas comitivas. Por parte del Rey han participado el príncipe heredero y primer ministro, otros tres hijos y un nieto. A Jorge Mario Bergoglio le acompañan en este viaje los cardenales Parolin, Tagle, Sandri, Ayuso, Koch y el sustituto de la Secretaría de Estado, Edgar Peña Parra, y el secretario para las Relaciones con los Estados, Paul R. Gallagher.
El Rey Hamad bin Isa ha pronunciado un clásico discurso en el que ha presentado a Bahrein como “un país de tolerancia, convivencia y paz”, donde durante siglos se ha desarrollado “un clima abierto y tolerante que abrazó a diversas culturas y religiones con amor y acogida”, e invitó al Papa a conocer esta su “tierra de convivencia entre los seguidores de las diversas religiones donde todos, bajo nuestra protección y la de Allah, disfrutan de la libertad de ejercer su propio credo y construir sus lugares de culto en una clima de amistad, sintonía y reconocimiento recíproco”. Y a este propósito recordó la Declaración del Reino de Bahrein, lanzada hace algunos años, como “un documento que invoca la diversidad y rechaza la discriminación religiosa y condena la violencia y la incitación a la violencia”.
Naturalmente no hizo la más mínima alusión al conflicto latente entre las dos ramas de la religión musulmana: la sunita (a la que pertenecen la familia real y los estamentos más influyentes de la sociedad) y la chiita, acusada de connivencia con Irán y que después de las manifestaciones posteriores al estallido de las “primaveras árabes” fue duramente reprimida. Situación en la parece que se progresa a una mitigación pero en la que todavía 27 personas corren el riesgo de sufrir la pena capital y otras muchas viven bajo barrotes.
Problema al que el Papa, con la discreción que siempre caracteriza a la diplomacia de la Santa Sede, aludió al referirse al “derecho a la vida, en la necesidad de garantizarlos siempre, también en relación a los que son castigados, cuya existencia no puede ser eliminada”. ‘Inteligenti pauca’ (a las personas inteligentes les bastan pocas cosas) decían los clásicos latinos; es seguro que los que escucharon el discurso papal sabían a que aludían estas frases.
Bergoglio escogió como hilo conductor de sus discurso el así llamado ‘Árbol de la vida’, una acacia situada en la colina más alta del país que resiste desde hace cuatrocientos años en un lugar árido y desierto; gracias, se dice, a sus raíces que se extienden por decenas de metros bajo el suelo alcanzando reservas subterráneas de agua. Bello símbolo para este archipiélago habitado, según los paleóntologos, hace cuatro mil quinientos años.