Alegría, unidad y profecía. Son las tres palabras que el Papa regaló esta mañana como dones del Espíritu Santo para cultivar a quienes participaron con él en el encuentro de oración y ángelus con obispos, sacerdotes, consagrados, seminaristas y agentes pastorales en la iglesia del Sagrado Corazón de Manama. Con esta celebración, Francisco daba prácticamente por cerrado su viaje a Bahrein, un periplo de cuatro días que se ha centrado en consolidar puentes de diálogo con el mundo musulmán, defender los derechos de los migrantes en un país con más de la mitad de su población extranjera y acompañar a la pequeña comunidad católica de la región.
En este contexto, Francisco centró parte de su alocución en hacer un llamamiento a la unidad tanto social como eclesial. “¡Tratemos de ser custodios y constructores de unidad! Para ser creíbles en el diálogo con los demás, vivamos la fraternidad entre nosotros”, señalo un pontífice que dejó varios encargos a quienes le escuchaban en el templo: “Hagámoslo en las comunidades, valorando los carismas de todos sin mortificar a nadie; hagámoslo en las casas religiosas, como signos vivos de concordia y de paz; hagámoslo en las familias, de modo que el vínculo de amor del sacramento se traduzca en actitudes cotidianas de servicio y de perdón; hagámoslo también en la sociedad multirreligiosa y multicultural en la que vivimos”.
Dejando los papeles a un lado, el Papa insistió en una de las que viene considerando desde el inicio de su pontificado como una de las lacras de la iglesia: las murmuraciones. “¡Estad atentos a los cotilleos! ¡Los cotilleos destruyen la comunidad!”, enfatizó.
“Estemos siempre en favor del diálogo, seamos tejedores de comunión con los hermanos de otros credos y confesiones”, insistió. “Las divisiones del mundo, y también las diferencias étnicas, culturales y rituales, no pueden dañar o comprometer la unidad del Espíritu”, destacó, convencido de que “su fuego destruye los deseos mundanos y enciende nuestras vidas con ese amor acogedor y compasivo con el que Jesús nos ama, para que también nosotros podamos amarnos así entre nosotros”.
Adentrándose en el concepto de fraternidad “contra todo egoísmo”, apeló a romper “las barreras de la desconfianza y del odio, para crear espacios de acogida y de diálogo”.
De puertas para adentro, y desde su apuesta por la sinodalidad, recordó que “desde Pentecostés las procedencias, las sensibilidades y las diferentes visiones se armonizan en la comunión, se forjan en una unidad que no es uniformidad”. “Si hemos recibido el Espíritu, nuestra vocación eclesial es principalmente la de cuidar la unidad y cultivar el conjunto”, añadió.
Por eso, presentó a la comunidad cristiana desde el empeño en constituir “una sola familia, todos para cantar las alabanzas del Señor, sin importar el color de la piel, la procedencia geográfica o el idioma”.
Al referirse a la alegría, mostró que “es esencial que en las comunidades cristianas la alegría no decaiga y se comparta; que no nos limitemos a repetir gestos por rutina, sin entusiasmo, sin creatividad”, animó a los presentes. A todos ellos, remarcó que “es importante que, además de la liturgia, particularmente en la celebración de la Misa, fuente y cumbre de la vida cristiana, hagamos circular la alegría del Evangelio también a través de una acción pastoral dinámica, especialmente para los jóvenes, las familias y las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa”.
En su último discurso en Bahrein, y en presencia del ministro de Justicia, no dudó en abordar uno de los temas más espinosos que ya abordó en su primer discurso del jueves: la vulneración de los derechos humanos a los condenados a prisión en el país.
Y lo hizo en un tono más que diplomático, elogiando el trabajo en la pastoral penitenciaria con mujeres de una religiosa que compartió su testimonio. “Hacerse cargo de los detenidos nos ayuda a todos, como comunidad humana, porque según cómo se trate a los últimos es como se mide la dignidad y la esperanza de una sociedad”, dejo caer el Papa. A partir de esta reflexión, Jorge Mario Bergoglio llamó a los católicos del Golfo Pérsico a ser voz de profecía: “No podemos fingir que no vemos las obras del mal, quedarnos en una “vida tranquila” para no ensuciarnos las manos”.