Aurora, Montserrat y Encarna se las apañaban como fuera para que, cada vez que los chavales atravesaban la puerta del colegio, encontraran un oasis. Literalmente. No un espacio de evasión, pero sí haciendo de las aulas un hogar, pese a que la lava continuaba ganando terreno día a día y engulléndose la casa de algunos alumnos. Aunque desde las ventanas de las aulas se contemplaba la belleza del fenómeno natural y su voracidad destructiva.
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“Cada día era una carrera contrarreloj para que todo estuviera limpio y ventilado, para quitar la ceniza”, explica Encarna a Vida Nueva, poco después de compartir en el Congreso de Escuelas Católicas cómo afrontaron aquellos tres interminables meses las religiosas que integran la comunidad del Colegio Sagrada Familia de Nazaret de Los Llanos de Aridane, a los pies del volcán que hace un año puso en jaque a los palmeros.
“Nosotras éramos unas con los niños y la comunidad educativa, y otras cuando terminaba la jornada escolar. Ante ellos mostrábamos tranquilidad para darles seguridad, pero cuando nos quedábamos a solas nos adentrábamos en la misma incertidumbre y vulnerabilidad del resto de familias”. “Había días que nos daba la sensación de que aquello no iba a tener fin, los propios científicos no se andaban con boberías y nos lo hacían saber”, expone la misionera de Nazaret.
Y es que las tres consagradas no se libraban del ruido constante del volcán, pero tampoco de los 10.000 temblores que en ocasiones hacían pensar en lo peor cuando llegaban a zarandear las paredes del edificio. “Ahí los profesores supieron afrontar con madurez la coyuntura, porque cada uno sabíamos con qué alumno podías abordar los sismos con naturalidad y a quien tenías que tocar el hombro para que se tranquilizara ante la ansiedad que generaba”.
Mirada de fe
Encarna resume en tres palabras lo que toda la comunidad educativa experimentó en las diferentes fases de la erupción: escucha, empatía y esperanza. Y es más consciente ahora cuando echa la vista atrás y filtra aquellas emociones efervescentes bajo la mirada de la fe: “Cuando a posteriori pones en orden todo, descubres cómo en cada momento Dios fue capaz de inspirar soluciones a cada uno de los obstáculos que se presentaron, comenzando por el confinamiento del primer mes, que nos volvió a retrotraer a los momentos más duros de la pandemia”.
Y es que, para los profesores y alumnos, supuso un jarro de agua fría arrancar el curso en septiembre con el reto de retomar la actividad con cierta normalidad con mascarillas y, una semana después, volver a la actividad lectiva online cuando la tierra empezó a temblar. “De repente, se nos vino el mundo abajo, pero supimos darle la vuelta y convertir cada día en un ‘adelante’ por los niños. La esperanza hay que provocarla cuando te pasas tres meses sin ver el azul del cielo”. Y eso se tradujo en iniciativas como Aula Momentum, el proyecto virtual con el que buscaron que la pantalla fuera creadora de momentos atractivos y protectores. “Nuestros Momentum fueron espacios de encuentro, expresión y guía de aprendizaje”, añade.
Cuando se produjo la vuelta a las aulas, llegó también un tiempo de acogida del duelo. Noventa chavales perdieron sus casas, con un total de 50 familias afectadas, además de cinco trabajadores del centro. “Se trataba de escuchar, abrazar y encauzar emociones de todos, la misión se concentraba en acompañar mucho dolor real de nuestra gente… En los medios de comunicación eran datos, para nosotros tenían rostro, nombre y apellidos de alumnos y exalumnos, profesores, personal no docente…”. El retorno tuvo lugar con dos jornadas de convivencia a modo de terapia, con el formato de talleres, además de ejercer como puente con las administraciones. “Literalmente tuvimos que luchar y pelearnos para sacar adelante a muchos de nuestros niños”, recuerda sobre el complejo entramado de ayudas y subvenciones públicas que aún hoy llegan a cuentagotas