Hay familia de sangre y otra, la escogida por nosotros mismos, a la que nos unen lazos de similar fraternidad. Lo que esta segunda tipología representa lo condensa ‘balimayá’, una palabra de la lengua bámbara que se habla en varios países de África. Sin duda, recoge la esencia de lo que se vive en el Proyecto Balimayá, por el que, acompañados de unos 15 voluntarios, ocho migrantes y refugiados de distintos países del continente africano conviven en un piso de Madrid en lo que todos sienten que es un “hogar”. Sin olvidar a quienes impulsaron el proyecto, pero que, al mudarse de ciudad, tuvieron que dejarlo, llegando otros que han revitalizado la convivencia.



Como nos explica el presidente la asociación, Asier Solana Bermejo, “nuestra entidad está conformada por voluntarios y los socios que nos apoyan de distintos modos. Por un lado, estamos el grupo motor, que es el que acompaña a estas personas en el piso, y luego hay muchos, individuos y comunidades, que colaboran aportándonos material, facilitándonos gestiones o contribuyendo económicamente, ya sea con aportaciones regulares o puntuales”.

‘Queremos acoger’

Todo surgió en 2018, “en un momento de mucha afluencia migratoria en Madrid, quedando mucha gente en situaciones de gran vulnerabilidad”. Entonces, “un grupo de amigos y conocidos, provenientes de distintas realidades (varios, como yo, estábamos muy vinculados a Selvas Amazónicas), nos unimos para dar un paso al frente y con una apuesta clara: ‘Queremos acoger’”.

Estuvieron mirando pisos para alquilar uno ello mismos, “pero el mercado estaba muy complicado”. Entonces, tras convocar el cardenal Carlos Osoro a varias entidades comprometidas en la Archidiócesis de Madrid con la campaña del frío, “acudimos y aprovechamos para exponer el proyecto y solicitar una vivienda. Parecía una quimera, pero, poco después, nos contactaron las Hermanas Apostólicas del Corazón de Jesús y nos ofrecieron un piso en la zona de Marqués de Vadillo. Nos dijeron que lo habían recibido en herencia y nos lo cedían siempre y cuando se empleara en el proyecto de acogida a migrantes sin recursos, pues al fin y al cabo iba muy en la línea de lo que es su misión en África”.

Contando siempre con la ayuda generosa de la congregación, “que nos ayudó en la reforma de la vivienda y nos ha apoyado en todo lo que hemos necesitado, también económicamente, a los dos meses, a mediados de 2018, pudimos abrir la casa, con cuatro habitaciones dobles, pudiendo vivir aquí ocho personas”.

Una veintena de acogidos

Como destaca Solana, “en estos cuatro años han pasado por aquí una veintena de personas, estando siempre cubiertas las ocho plazas. En la mayoría de los casos, cuando consiguen trabajo y pueden independizarse, muchos mantienen sus lazos con nosotros e incluso son tutores de otros que entran en la casa”.

Y es que una clave del proyecto es que “todos nos hacemos responsables. También los que viven en la casa, habiendo siempre un coordinador que está más al tanto de la convivencia. El puesto es rotativo y, empezando por los más antiguos, todos van pasando por él. Además, al entrar, todos forman un compromiso por el que tratarán de conseguir su autonomía. Según las situaciones de cada uno, trabajamos en su perfil para que logren cuanto antes lo que más desean: tomar las riendas de su propia vida”.

Trabajo en red

En cuanto a “los voluntarios que lo promovemos, dentro de nuestras limitaciones de tiempo, muchos somos tutores de los acompañados (algunos, por su situación, tienen dos tutores) y nos comprometemos a estar muy presentes en el hogar y a ofrecer todo lo que podamos: asesoría jurídica para regularizar su situación (a través de las entidades con las que trabajamos en red), favorecer su formación en habilidades sociales y domésticas o apoyar el aprendizaje del idioma y la cultura española. También impulsamos una orientación educativa para la formación y la capacitación profesional, así como nos preocupamos por promover su salud física y mental. Algo que no sería posible sin proyectos formativos de asociaciones como Norte Joven o Sopeña, entre otras”.

Como concluye Solana, lo que más les caracteriza es “nuestra convivencia familiar. Puede haber problemas, pero todo queda atrás cuando organizamos fiestas por cualquier motivo y nos entregamos a un ocio compartido”. Ya sea “en salidas por el monte o en lo que surja, como un día que fuimos a montar en karts, es algo que hacemos todos juntos y realmente nos lo pasamos muy bien. Además, muchos de los voluntarios están casados y tienen hijos, y vienen todos juntos. Los niños y los chicos se tienen mucho cariño entre sí”. De hecho, es tal su vivencia familiar, que “todos los años tratamos de compartir en agosto unos días de vacaciones. Este verano hemos estado en una casa de los dominicos en Poo de Llanes, en Asturias, y lo hemos disfrutado muchísimo. Y, en octubre, varios miembros del grupo participaron juntos en el Gran Trail de Peñalara, una carrera nocturna de 11 kilómetros”.

Fotos: Jesús G. Feria.

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