Tras morir el 2 de abril de 2005, el funeral por Juan Pablo II en San Pedro tuvo lugar seis días después. Ese 8 de abril, ante una multitud emocionada que abarrotó la plaza vaticana desde varias horas antes del inicio de la ceremonia, presidió esta quien fuera uno de los grandes colaboradores de Wojtyla, Joseph Ratzinger, prefecto de Doctrina de la Fe, el hoy fallecido Papa emérito Benedicto XVI.
Simbólicamente, dijo adiós al papa polaco quien, pocos días después, ese 19 de abril, le sucedería al calzarse las sandalias de Pedro, saliendo del cónclave como Benedicto XVI. Ahora, 17 años después, a Ratzinger le despedirá a quien ha conocido en vida como su sucesor, Francisco, pontífice desde que este renunciara en 2013 y quien presidirá este próximo 5 de enero su funeral.
Volviendo al funeral de Juan Pablo II, muchos recuerdan cómo Ratzinger era interrumpido constantemente por los aplausos de los fieles y los gritos de “santo súbito”. Pero estamos ante una homilía profunda, esencialmente ratzingeriana.
La reflexión del entonces purpurado alemán se centró en el pasaje del Evangelio en el que Jesús resucitado se presentó ante Pedro, quien le había negado tres veces antes de que cantara el gallo. Una traición sepultada con las tres veces que Cristo le dijo: “Sígueme”. Sobre ello reflexionó así Ratzinger: “Sígueme… Esta palabra lapidaria de Cristo puede considerarse la llave para comprender el mensaje que viene de la vida de nuestro llorado y amado papa Juan Pablo II, cuyos restos mortales depositamos hoy en la tierra como semilla de inmortalidad, con el corazón lleno de tristeza, pero también de gozosa esperanza y de profunda gratitud”.
Ese “sígueme” vertebró la vida entera de Juan Pablo II: “Cuando era un joven estudiante, Karol Wojtyla era un entusiasta de la literatura, del teatro, de la poesía. Trabajando en una fábrica química, circundado y amenazado por el terror nazi, escuchó la voz del Señor: ‘¡Sígueme!’. En este contexto tan particular comenzó a leer libros de filosofía y de teología, entró después en el seminario clandestino creado por el cardenal Sapieha y, después de la guerra, pudo completar sus estudios en la facultad teológica de la Universidad Jagellónica de Cracovia”.
Como recordó Ratzinger, “tantas veces, en sus cartas a los sacerdotes y en sus libros autobiográficos, nos habló de su sacerdocio, al que fue ordenado el 1 de noviembre de 1946. En esos textos interpreta su sacerdocio, en particular, a partir de tres palabras del Señor. En primer lugar, esta: ‘No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro permanezca’. La segunda palabra es: ‘El buen pastor da la vida por sus ovejas’. Y finalmente: ‘Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor’”.
En estas palabras “vemos el alma entera de nuestro Santo Padre. Realmente, ha ido a todos los lugares, incansablemente, para llevar fruto, un fruto que permanece. ‘Levantaos, vamos’, es el título de su penúltimo libro. ‘Levantaos, vamos’. Con esas palabras nos ha despertado de una fe cansada, del sueño de los discípulos de ayer y hoy. ‘Levantaos, vamos’, nos dice hoy también a nosotros”.
En este sentido, Wojtyla “ofreció su vida a Dios por sus ovejas y por la entera familia humana, en una entrega cotidiana al servicio de la Iglesia y sobre todo en las duras pruebas de los últimos meses. Así se ha convertido en una sola cosa con Cristo, el buen pastor que ama sus ovejas”.
En julio de 1958, cuando fue nombrado obispo auxiliar de Cracovia, el “sígueme” adquirió una nueva profundidad, no exenta de renuncias: “Tuvo que dejar la enseñanza universitaria, dejar esta comunión estimulante con los jóvenes, dejar la gran liza intelectual para conocer e interpretar el misterio de la criatura humana, para hacer presente en el mundo de hoy la interpretación cristiana de nuestro ser. Todo aquello debía parecerle como un perderse a sí mismo, perder aquello que constituía la identidad humana de ese joven sacerdote”.
Algo que parece evocar al propio Ratzinger, quien también soñó para sí mismo una vida entregada a la reflexión teológica en el ámbito universitario y, sin embargo, acabó desempeñando los principales cargos en la estructura eclesial. Pero él, al igual que Juan Pablo II, “aceptó, escuchando en la llamada de la Iglesia la voz de Cristo. Y así se dio cuenta de cuanto es verdadera la palabra del Señor: ‘Quien pretenda guardar su vida la perderá; y quien la pierda, la conservará viva’”.
En este sentido, “nuestro papa, todos lo sabemos, no quiso nunca salvar su propia vida, tenerla para sí; quiso entregarse sin reservas, hasta el último momento, por Cristo y por nosotros. De esa forma pudo experimentar cómo todo lo que había puesto en manos del Señor retornaba en un nuevo modo: el amor a la palabra, a la poesía, a las letras fue una parte esencial de su misión pastoral y dio frescura nueva, actualidad nueva, atracción nueva al anuncio del Evangelio, también precisamente cuando este es signo de contradicción”.
Hasta llegar a octubre de 1978, cuando el cardenal Wojtyla entró en el cónclave para elegir al sucesor de Juan Pablo I y salió, varios siglos después, como el primer pontífice no italiano. Entonces, “a la pregunta del Señor: ‘Karol, ¿me amas?’, el arzobispo de Cracovia respondió desde lo profundo de su corazón: ‘Señor, tú lo sabes todo: Tú sabes que te amo’. El amor de Cristo fue la fuerza dominante en nuestro amado Santo Padre; quien lo ha visto rezar, quien lo ha oído predicar, lo sabe”.
Y así, “gracias a su profundo enraizamiento en Cristo, pudo llevar un peso que supera las fuerzas puramente humanas: ser pastor del rebaño de Cristo, de su Iglesia universal”. Sin entrar a glosar “los diferentes aspectos de un pontificado tan rico”, Ratzinger volvió al Evangelio y al “sígueme”. Pues, “junto al mandato de apacentar su rebaño, Cristo anunció a Pedro su martirio”.
Un destino que ya Cristo avanzó a Pedro en la Última Cena: “Pedro dijo: ‘Señor, ¿dónde vas?’. Le respondió Jesús: ‘Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde’. Jesús va de la Cena a la Cruz y a la Resurrección y entra en el misterio pascual; Pedro, sin embargo, todavía no le puede seguir”.
Un “más tarde” que llegó con la propia muerte de Pedro, martirizado, y que en Juan Pablo II se encarnó en el dolor final: “En el primer período de su pontificado, el Santo Padre, todavía joven y repleto de fuerzas, bajo la guía de Cristo, fue hasta los confines del mundo. Pero, después, compartió cada vez más los sufrimientos de Cristo, comprendió cada vez mejor la verdad de las palabras: ‘Otro te ceñirá…’. Y, precisamente, en esta comunión con el Señor que sufre, anunció el Evangelio infatigablemente y con renovada intensidad el misterio del amor hasta el fin”.
“Animado por esta visión, el Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo, y por eso, el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido tan elocuente y fecundo”. Así ahondaba en su homilía un Ratzinger que recorrería ese mismo Vía Crucis que su predecesor y que, 17 años después, ha abrazado su propia cruz. “Sígueme”. Y Benedicto XVI lo siguió.
Ratzinger concluyó sus palabras recordando la devoción mariana de su predecesor (“él, que había perdido a su madre cuando era muy joven, amó todavía más a la Madre de Dios”) y dejando la frase más aplaudida de todas: “Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre. Nos ve y nos bendice”. Entonces, los gritos de “santo súbito” hicieron retumbar San Pedro.