El 19 de abril de 2005, cuando la fumata blanca anunció a la multitud congregada en San Pedro que los cardenales habían elegido al sucesor de Juan Pablo II, la expectación se multiplicó. Pocos minutos después, aunque era uno de los grandes favoritos, impactó saber que el elegido era Joseph Ratzinger (fallecido hoy), quien tomaba el nombre de Benedicto XVI.
Seguramente, no faltaron quienes esperaban que, en su primera alocución pública, el que fuera durante tantos años prefecto de Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) disertara brevemente en torno a profundos principios teológicos y morales. Pero no fue así.
Benedicto XVI se asomó al balcón central y, dejando entrever bajo los ropajes blancos papales los puños negros de su camisa, sonrió tímidamente y se presentó al mundo como el Pontífice con el mensaje más sencillo y humilde posible: “Queridos hermanos y hermanas, después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela que el Señor sabe trabajar con instrumentos insuficientes y me entrego a vuestras oraciones. En la alegría del Señor y con su ayuda permanente, trabajaremos; y con María, su madre, que está de nuestra parte”.
En los ocho años siguientes, efectivamente, llegarían los elevados discursos, los mensajes que configuraron su papado. Pero muchos no olvidaron cómo empezó todo: con una natural (y hasta tímida) inmersión a la esencia del Evangelio. Aquella que es capaz de tocar a todos.