Al igual que Francisco ha dejado en el lenguaje eclesial expresiones como que la Iglesia ha de ser “un hospital de campaña” o incidir en la necesidad de salir al encuentro de la gente en “las periferias existenciales”, Benedicto XVI, quien ha muerto hoy, legó, entre otras, la idea de la “sana laicidad”.
Fue una expresión repetida, expresa o indirectamente, en muchas de las alocuciones y textos de Joseph Ratzinger, pero que caló especialmente hondo el 12 de septiembre de 2008 en París, precisamente, dos años después de otro de sus grandes discursos, el que pronunció en Ratisbona. Fue en el Elíseo, la residencia del presidente de la República Francesa, entonces Nicolas Sarkozy, al ser recibido por las autoridades del país galo, que tiene en la separación Iglesia-Estado uno de sus principios constitucionales.
En su reflexión, el Papa alemán saludó “a todos los habitantes de este país con una historia milenaria, un presente rico de acontecimientos y un porvenir prometedor. Sepan que Francia está a menudo en el corazón de la oración del Papa, que no puede olvidar lo que ella ha aportado a la Iglesia a lo largo de los pasados veinte siglos”.
Tras numerosas visitas a París a lo largo de los años, era la primera vez que la pisaba como papa: “Vuelvo con alegría, feliz por la oportunidad que se me presenta de homenajear el imponente patrimonio de cultura y de fe que ha fraguado su país de manera espléndida durante siglos y que ha dado al mundo grandes figuras de servidores de la nación y de la Iglesia, cuyo magisterio y ejemplo han traspasado vuestras fronteras geográficas y nacionales para dejar su huella en el mundo”.
Y es que “las raíces de Francia, como las de Europa, son cristianas. Basta la historia para demostrarlo: desde sus orígenes, el país ha recibido el mensaje del Evangelio. Aunque a veces carezcamos de documentación, consta fehacientemente la existencia de comunidades cristianas en las Galias desde una fecha muy lejana: ¡cómo no recordar sin emoción que la ciudad de Lyon tenía ya obispo a mediados del siglo II y que san Ireneo, autor de ‘Adversus haereses’, dio un testimonio elocuente de la robustez del pensamiento cristiano!”.
La francesa es, pues, una tradición espiritual cristiana basada en la “transmisión de la cultura antigua a través de monjes, profesores y amanuenses, formación del corazón y del espíritu en el amor al pobre, ayuda a los más desamparados mediante la fundación de numerosas congregaciones religiosas”.
A nivel patrimonial, “los millares de capillas, iglesias, abadías y catedrales que adornan el corazón de vuestras ciudades o la soledad de vuestras tierras son signo elocuente de cómo vuestros padres en la fe quisieron honrar a Aquel que les había dado la vida y que nos mantiene en la existencia”.
Partiendo de esta base, Ratzinger llegó al punto neurálgico de su reflexión: “Numerosas personas, también aquí en Francia, se han detenido para reflexionar acerca de las relaciones de la Iglesia con el Estado. Ciertamente, en torno a las relaciones entre campo político y campo religioso, Cristo ya ofreció el criterio para encontrar una justa solución a este problema al responder a una pregunta que le hicieron afirmando: ‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. (Mc 12,17)”.
La historia, con sus idas y venidas, sus luces y sombras, ha desembocado en una situación hoy ejemplar: “La Iglesia en Francia goza actualmente de un régimen de libertad. La desconfianza del pasado se ha transformado paulatinamente en un diálogo sereno y positivo, que se consolida cada vez más. (…) Sabemos que quedan todavía pendientes ciertos temas de diálogo que hará falta afrontar y afinar poco a poco con determinación y paciencia”.
En este punto, Benedicto XVI felicitó a Sarkozy por apelar a la “laicidad positiva”, una “bella expresión” que obedece a una “comprensión más abierta” de la cuestión. Porque, “en este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad es cada vez más necesaria”.
En efecto, “es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos y, por otra parte, adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad”.
Dentro de su aspiración de ser “sembrador de caridad y esperanza” en un mundo que “ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales”, Ratzinger reconoció que “los jóvenes son mi mayor preocupación”. Y es que, entre otras carencias, “experimentan todavía los límites de un pluralismo religioso que los condiciona. A veces marginados y a menudo abandonados a sí mismos, son frágiles y tienen que hacer frente solos a una realidad que les sobrepasa”.
De ahí la urgencia de “ofrecerles un buen marco educativo y animarlos a respetar y ayudar a los otros, para que lleguen serenamente a la edad de la responsabilidad. La Iglesia puede aportar en este campo una contribución específica”.
Igualmente, “la situación social de Occidente, por desgracia marcada por un avance solapado de la distancia entre ricos y pobres, también me preocupa. Estoy seguro que es posible encontrar soluciones justas que, sobrepasando la inmediata ayuda necesaria, vayan al corazón de los problemas, para proteger a los débiles y fomentar su dignidad. A través de numerosas instituciones y actividades, la Iglesia, igual que numerosas asociaciones en vuestro país, trata con frecuencia de remediar lo inmediato, pero es al Estado al que compete legislar para erradicar las injusticias”.
Y es que, mirando al presente de nuestro continente, de esa Vieja Europa de la que algunos pronostican su caída por alejarse de sus raíces morales, ya Ratzinger lanzó este SOS: “Cuando el europeo llegue a experimentar personalmente que los derechos inalienables del ser humano, desde su concepción hasta su muerte natural, así como los concernientes a su educación libre, su vida familiar, su trabajo, sin olvidar naturalmente sus derechos religiosos; cuando este europeo, por tanto, entienda que estos derechos, que constituyen una unidad indisociable, están siendo promovidos y respetados, entonces comprenderá plenamente la grandeza de la construcción de la Unión y llegará a ser su artífice activo”.
Una tarea, por supuesto, nada fácil y rodeada de muchos obstáculos, ya hace década y media: “Los tiempos son inciertos, y es una empresa ardua vislumbrar la justa vía entre los meandros de la cotidianeidad social y económica, nacional e internacional. En particular, frente al peligro del resurgir de viejos recelos, tensiones y contraposiciones entre las naciones, de las que hoy somos testigos con preocupación, Francia, históricamente sensible a la reconciliación entre los pueblos, está llamada a ayudar a Europa a construir la paz dentro de sus fronteras y en el mundo entero”.
Algo que solo podrá hacer si promueve “una unidad que no puede ni quiere transformarse en uniformidad, sino que sea capaz de garantizar el respeto de las diferencias nacionales y de las tradiciones culturales, que constituyen una riqueza en la sinfonía europea”.