En la bimilenaria historia de la Iglesia, Joseph Ratzinger, fallecido hoy, es solo el cuarto caso de un papa que abandona en vida la Silla de Pedro. Sin embargo, ninguno de los tres casos anteriores guarda comparación posible.
El primero fue Benedicto IX, que protagonizó, respectivamente, escandalosos casos en contextos en los que el papado estaba inmerso en un juego de corruptelas, luchas de poder y sumisión respecto a los poderes temporales.
De hecho, Teofilacto (su nombre civil) llegó a ejercer el papado en hasta tres ocasiones (1032-1044; entre abril y mayo de 1045 y de noviembre de 1047 a julio de 1048). Fue elevado al pontificado tras comprar su padre, el conde Alberico III, directamente, el puesto. Apoyado en el emperador Conrado II, ambos se aliaron para combatir a un rival común, Heriberto, arzobispo de Milán, a quien el joven papa (apenas un veinteañero, contando la leyenda que fue elegido papa con 12 años) excomulgó.
El panorama se le oscureció con la muerte de su valedor, el emperador Conrado II. Entonces, el militar local Gerardo di Sasso le expulsó de Roma y nombró como nuevo pontífice a Silvestre III. Tras la consiguiente lucha entre ambos papas, Benedicto IX resultó vencedor y volvió a ocupar la sede vaticana apenas un mes, cuando decidió renunciar para casarse. Entonces, ni corto ni perezoso, directamente, vendió el papado a quien sería Gregorio VI.
Solo un año después, aliado con su antiguo enemigo, Silvestre III, Benedicto IX conspiró para derrocar al papa vigente. En un primer momento frenó sus intenciones el rey alemán Enrique III, pero, tras un último ataque a Roma, Teofilacto volvió a ser pontífice por tercera vez. Tampoco en esta ocasión sería una etapa de paz… Una guerra civil entre su clan y el de los Crescencios acabó con su definitiva caída en la desgracia, siendo excomulgado. Siete años después, el 18 de septiembre de 1055, en Grottaferrata, murió. Significativamente, lo hizo siendo monje.
Más edificante, no por la situación sino por el personaje, fue el breve pontificado de Celestino V, entre julio y diciembre de 1294. Tras un cónclave de más de dos años, la incapacidad de los cardenales para ponerse de acuerdo (enfrentadas las dos facciones principales, los Orsini y los Colonna) llevó a elegir a este monje ermitaño de 85 años, que ni siquiera era obispo, pero que tenía fama de santidad entre el pueblo.
Aunque ajeno a la decisión de urgencia de los purpurados y pese a su oposición inicial, acabó aceptando por responsabilidad. Duró poco: incapaz de asimilar la función menos espiritual de su cargo (en realidad, como hombre sinceramente devoto, se horrorizó ante el turbio ambiente eclesial, plagado de luchas de poder), se declaró “incapacitado” y retomó su vida ermitaña en L’Aquila, donde llevaba cincuenta años antes de esta “aventura”.
Pero no le duró mucho la tranquilidad… Su sucesor, Bonifacio VIII, que tenía miedo de que, en vida de su popular predecesor, se viera cuestionada su legitimidad, acabó haciéndole arrestar con el fin de llevarlo consigo a Roma (Celestino V jamás ejerció de Papa allí). Pero Celestino V murió antes, apuntando algunos historiadores que pudo ser asesinado.
Al final, acabó siendo elevado a los altares en 1313. Con motivo del terremoto en L’Aquila en 2009, el propio Benedicto XVI, de visita en la ciudad, le rindió un cariñoso homenaje. Sin saberlo, se postraba ante los restos de uno de los que serían sus compañeros en el peculiar club de los papas eméritos.
Muy diferente sería la historia de Gregorio XII, quien ejerció el papado entre 1406 y 1415, en pleno Cisma de Occidente, con los papas exiliados en la localidad gala de Aviñón. Con el fin de acabar con la confrontación, se celebró un cónclave en Roma en el que los cardenales pusieron como condición que, el que fuera elegido entre ellos, tendría como primera y única misión alcanzar un acuerdo con el pontífice de Aviñón, entonces Benedicto XIII, para que ambos renunciaran conjuntamente y, así, se convocara el definitivo cónclave del que saldría el único papa legítimo.
Elegido Angelo Correr por unanimidad (eran 15 purpurados), no cumplió con lo acordado y quiso mantenerse como papa a la vez que su contrincante seguía en Aviñón. Con el fin de fortalecer su posición frente a los críticos, optó por nombrar cardenales a cuatro sobrinos suyos. Finalmente, tanto los cardenales defraudados con Gregorio XII como los que habían elegido a Benedicto XIII en Francia, buscaron una salida alternativa y convocaron un Concilio en Pisa para cesar a ambos pontífices y elegir a uno de consenso y legítimo.
Así, teniendo en cuenta los tres antecedentes históricos, es obvio que la meditada y libre decisión de Ratzinger ha sido inédita en el largo y a veces convulso camino eclesial.