A través de un emotivo escrito en ‘Vatican News’, el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI en la mayor parte de su pontificado, se ha despedido de quien apostara por él y ha recordado que “conocí a Joseph Ratzinger en la época del Concilio Vaticano II, cuando se hablaba de él como de un joven teólogo alemán, una de las mentes más agudas de la escena teológica preconciliar” Hasta el punto de que alguien de la talla de Yves Congar lo recordara así en su ‘Diario del Concilio’: “Afortunadamente, estaba Ratzinger. Es razonable, modesto, desinteresado, de buena ayuda”.
Tras esos primeros contactos en el ámbito conciliar, varios años después, “empecé a frecuentarlo más a menudo tras mi nombramiento como consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de la que Ratzinger, por entonces cardenal, era prefecto. La comprensión y la estima mutuas fueron inmediatas y, debo decir, generosas por parte del gran teólogo y prefecto. A menudo me llamaba a su despacho para tratar problemas concretos que estudiaba el Dicasterio”.
En 1995, cuando Bertone fue nombrado secretario de Doctrina de la Fe, “las relaciones se intensificaron, también porque vivíamos en el mismo edificio de la Piazza della Città Leonina. La confianza pasó de compartir los problemas del trabajo a la cordialidad de sentarse juntos a la mesa incluso con las hermanas de la casa o algunos miembros de la familia”.
Así se asentó “una verdadera amistad que se mantuvo fiel y leal a lo largo del tiempo, especialmente en los tiempos difíciles que siguieron. Precisamente, la amistad con un tono discreto, que sin embargo no rehuía alguna que otra broma humorística o comentario sagaz, es una de las características del alma de Joseph Ratzinger. Quienes le han juzgado estereotipadamente como un hombre severo, inflexible, un ‘panzerkardinal’, etc., evidentemente, no percibieron toda su ternura a la hora de comprender al otro, las razones del otro, incluso en los enfrentamientos y conversaciones que tuvieron lugar sobre importantes cuestiones doctrinales”.
Una delicadeza que se manifestaba en su trabajo diario: “A veces, releyendo las actas de la correspondencia entre la Congregación para la Doctrina de la Fe y obispos o teólogos, si encontraba alguna expresión dura, la corregía y recomendaba ‘suavizar’ las expresiones para no ofender a los interlocutores y respetar y honrar su tarea, siendo con toda honestidad fieles al ministerio específico de transmitir el depósito de la fe. Una fidelidad que le ha costado acaloradas críticas y ofensas por parte de algunos, pero también el aprecio y la gratitud de muchos, incluso fuera del círculo católico”.
Sobre la esencia de la labor de Ratzinger en su defensa de la fe, Bertone propone verla desde un punto de vista muy alejado del inquisitorial: “Decía a menudo que su tarea consistía en proteger la fe de los pequeños, de los humildes que no disponen de las herramientas culturales adecuadas para contrarrestar los escollos de un mundo cada vez más descristianizado y secularizado”.
Una “ternura hacia las personas” que se ejemplifica en este caso: “Los jueves por la mañana, iba a desayunar con el anciano conserje del edificio del Santo Oficio, deseoso de compañía. Cuando se convirtió en Papa, continuó la relación, interesándose por su salud y sus necesidades, e intercediendo incluso por su hospitalidad en una residencia de ancianos. La estima por el prefecto era unánime entre los superiores y el personal del Dicasterio que dirigía, por la sabiduría de sus intervenciones, pero también por la amabilidad y la atención que tenía con todos”.
Una ternura que expresó cuando Manuela, una de las mujeres que le atendían, murió en un accidente de coche en Roma y, “en su funeral, el papa Benedicto XVI pronunció una homilía llena de afecto, reconociendo sus dones y su carisma”. Pero también “mostró la misericordia de su corazón hacia su ayudante de cámara Paolo Gabriele, tras el triste y enredado asunto conocido como ‘Vatileaks’: el juicio y el castigo en ese caso eran necesarios, pero, pensando que podía haber sido una debilidad, aunque culpable, se preocupó por su familia y su trabajo y le recomendó que buscara alojamiento y empleo fuera del Vaticano”.
Pese a “la no infrecuente complejidad y dramatismo de los años de su ministerio, Ratzinger “se distinguió también por su humilde sencillez de vida y su frecuente invitación a la alegría; alegría que mencionaba a menudo en sus discursos u homilías, con ese acento típico del italiano de habla bávara, y que extraía de las cosas sencillas de cada día: la belleza de la naturaleza, los gestos de afecto de los niños o de la gente que encontraba por la calle cuando paseaba por Borgo Pio y aún no era Papa, la vida con su hermana Maria Ratzinger que ayudaba a ordenar la cocina…”.
Como prosigue Bertone, “la época navideña era una oportunidad para despertar en él el asombro infantil ante el belén. En mi piso, una monja solía montar una serie de belenes de diversas partes del mundo. Invitábamos al Papa a pasear entre las diversas escenas artísticamente reproducidas y se deleitaba con la variedad de personajes y animales que rodean al Niño Jesús y a la Sagrada Familia, y cantaba con nosotros alabanzas navideñas”.
En las décadas de trabajo conjunto, el cardenal italiano reconoce que “solo una vez experimenté dolorosamente un desacuerdo: cuando, en la primavera de 2012 me confió su decisión, madurada durante largo tiempo en la oración, de renunciar al papado. En vano intenté disuadirle y explicarle la consternación que se habría sentido por toda la comunidad eclesial y más allá. El tiempo que siguió estuvo lleno de preocupación y angustia para mí (intenté que retrasara lo más posible el anuncio), pero al mismo tiempo la paz con la que, como Papa, seguía gobernando la Iglesia, y su convicción interior de que cumplía la voluntad de Dios, me permitieron afrontar con confianza las tareas que tenía por delante”.
Con la decisión histórica de romper con seis siglos de tradición y renunciar, “el Pontífice se reveló más que nunca como un hombre de Dios. Con linealidad evangélica, explicó al mundo entero, que quería conocer el verdadero sentido de su renuncia: ‘El Señor me llama a ‘subir a la montaña’, a dedicarme aún más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia; al contrario, si Dios me pide esto, es precisamente para que pueda seguir sirviéndola con la misma dedicación y amor con que he tratado de hacerlo hasta ahora, pero de una manera más adecuada a mi edad y a mis fuerzas”.
Como concluye Bertone, “tuve el privilegio de ver de cerca esta disposición de su alma durante las visitas que a veces le hice en su residencia del Monasterio Mater Ecclesiae. Fueron siempre momentos intensos en los que no faltó, en la medida de sus posibilidades, el intercambio de informaciones y reflexiones que revelaban constantemente su amplia visión de la Iglesia, cuyo camino acompañó con cariño”.