Estos días se repite el dato de que Benedicto XVI, fallecido a los 95 años, ha sido el papa (más allá de que muriera sin serlo, tras su renuncia) más longevo, superando a León XIII, cuya defunción, en 1903, le sobrevino con 93 años. Pero lo cierto es que hubo un pontífice que, por ahora, los ha superado a todos: Agatón.
Nacido en la localidad siciliana de Palermo (de la que es patrón) en el año 577, fue elegido papa en el 678, con 101 años, muriendo en el 681. Pero lo más curioso es que fue ordenado sacerdote solo un año antes de su elección papal, ya centenario.
Después de transcurrir la mayor parte de su vida como lego en el monasterio benedictino de San Hermes, en su Palermo natal, fue designado para el mayor reto de su vida cuando su existencia ya se abocaba al final.
Sin embargo, el suyo no fue ni mucho menos un papado de transición, pues, bajo su autoridad (aunque presidido por el emperador, Constantino IV Pogonato, acompañado por los legados papales), se celebró en Constantinopla, en el año 680, el sexto Concilio General, en el que se condenó la herejía monotelita, entendiendo que había sido un intento en vano de acercar a los herejes monofisitas y, además, había separado aún más a Oriente de Occidente. Antes de ese importante encuentro, promovió varios en Europa, especialmente en Roma, para asentar una posición común.
Además de esta importante cuestión teológica, como detalla el libro ‘Diccionario de los papas y concilios’, coordinado por Javier Paredes, Agatón promovió un gran acercamiento al Imperio al enviar una carta a Constantino IV en la que recalcaba que él, al encarnar el poder político, simbolizaba la ‘potestas’, siendo a la postre la cabeza de la Iglesia en el orden temporal. Mientras, el Papa, garante del orden espiritual entre todos los poderes políticos que aceptaran la primacía de la Iglesia (pero reconociendo entre ellos en primer lugar al emperador), sostendría bajo su ser la ‘autoritas’.
Aunque el Sínodo se cerró una vez muerto Agatón, todos reconocieron que él había sido el alma máter de un encuentro que estrechó lazos doctrinales y políticos, favoreciendo la armonía y la convivencia entre las dos almas del cristianismo. Por ello, el papa es reconocido como santo tanto por los católicos como por los ortodoxos.