La comboniana realiza un acompañamiento psicoespiritual con las mujeres que huyen de la pobreza durante el tiempo que permanezcan en Chiapas
Una mujer “enamorada del misterio de la persona”, una monja que intenta dar paz y libertad al dolor de las migrantes que huyen para arrancarse a sí mismas y a sus hijos de la pobreza. Con la biodanza, la danza de la vida, una disciplina hecha de corporeidad y espiritualidad. Porque hay una pobreza económica, con el cansancio físico de vivir por falta de sustento, comida, trabajo. Y hay una miseria afectiva: las migrantes no salen solo a buscar trabajo, a construir un trozo de vida digna. Muchas veces huyen de la violencia, del abuso, de la explotación, de quienes las consideran sólo objetos.
Pompea Cornacchia es una comboniana que ya ha olvidado su dialecto nativo, para hablar una cálida y pintoresca mezcla de italiano y español. Después estar de misiones en Ecuador y Colombia, hoy realiza su servicio con otras tres hermanas en Tapachula, México, cerca de la frontera con Guatemala. Una ciudad de 500.000 habitantes que se ha encontrado en el centro de los flujos migratorios de América del Sur a América del Norte. Allí desembarcan caravanas de miles de latinos, y de africanos y asiáticos que atraviesan el mar, pasan por Sudamérica para ponerse en camino hacia Estados Unidos o Canadá.
Una humanidad herida, rechazada, insegura sobre el mañana y con un presente desesperado. La hermana gestiona un programa de emergencia dentro del centro de acogida Belén. “Lo hemos llamado Espoir, esperanza”. Ofrecen comida y ropa limpia a los que llegan de lejos, ducha y acompañamiento a los distintos albergues que diversas ONG han abierto para acoger a las miles de personas que llegan a Chiapas y acampan a la espera de los visados humanitarios que permitan continuar hacia la frontera estadounidense. El objetivo de las hermanas combonianas es crear relaciones con las personas agotadas por el viaje.
Pompea tiene enormes ojos negros detrás de las gafas gruesas y redondas, el pelo corto, sal y pimienta, una sencillez en el contar su misión que conmueve hasta las lágrimas y después, sonríe feliz. En sus 55 años de vida ha conocido dolores y auténticas tragedias, pero también renacimientos extraordinarios. Son sobre todo las mujeres las que necesitan su abrazo. “Llegan heridas, con una mirada triste, a veces vacía. Rompen el corazón. Aquí casi todas han sido violadas y maltratadas, muchas son víctimas de trata de personas”.
Tiene una competencia específica en el acompañamiento psicoespiritual: lo que hace es estar junto a las mujeres, escucharlas y emprender con ellas un camino de cuidado y resiliencia para el tiempo que permanezcan en Chiapas. En el programa hay espacio para cursos de costura y cocina, talleres de pequeñas creaciones artesanales. Y luego está la biodanza: una disciplina nacida en los años 60 gracias al psicólogo, antropólogo y escritor chileno, Rolando Toro Araneda. La conoció a través de un padre jesuita cuando ella estaba en Ecuador y se ocupaba de la formación de las novicias.
“Biodanza es movimiento y emoción; trata de despertar movimientos olvidados o reprimidos del cuerpo. Tiene lugar en el silencio: son los cuerpos y ojos los que hablan. Al acogernos una a la otra entendemos lo que siente la persona, sus dificultades. El cuerpo es el templo del Espíritu Santo y moviéndolo libremente recuperamos la vitalidad, el placer del ser, la creatividad, la afectividad, yendo más allá del dolor, el sufrimiento que llevamos dentro y todas las pobrezas que nos afligen… La biodanza nos hace más humanos y armoniza nuestra vida”, explica Pompea.
Realiza varios cursos a la semana con grupos de 15/20 migrantes. “Cada sesión tiene un tema: la libertad, la ternura… Danzando, en absoluto silencio y en el encuentro de miradas, las mujeres expresan sus sentimientos y se liberan de las emociones tóxicas con lágrimas y gritos. Para acercarnos a las heridas, las palabras no sirven, hay que dejar hablar a los cuerpos”.
Y, ahí está el poder de esta disciplina, que es un instrumento concreto para curar las pobrezas afectivas vividas por las migrantes: “Después de haber bailado y dado espacio a sus sensaciones, mis alumnas se sienten más felices, relajadas, unidas. El impacto es muy emocional; el objetivo es educarlas para que se sientan capaces de volver a amar, para que entiendan que vale la pena levantarse y volver a ponerse en juego”.
Los resultados se ven con el tiempo: “Si la persona es capaz de liberar sus sentidos, ya no tendrá miedo de abrazar al otro, de tocarlo, de entablar una relación con él y, para quien cree, también con Dios”. Amal fue alumna durante dos meses: venía de Brasil y se dirigía a Canadá. Estaba enfadada, reaccionaba mal a cada acercamiento, era como si hubiera perdido la capacidad de contacto humano. Su pobreza era absoluta. Hasta que tras una sesión de biodanza intensa, abrazada por Pompea, relató lo indecible: en el desierto de Panamá había perdido al menor de sus tres hijos, que murió de sed y hambre. “Tuvo que abandonar su cuerpo y no podía perdonarse a sí misma”. Liberada de su peso, Amal salió un poco más serena. Un poco menos pobre.
Pompea, mujer consagrada entre las mujeres más abandonadas del mundo: ¿cómo se siente? “Impotente. Creo que podría ser una de ellas, con niños pequeños, en la calle por la noche bajo la lluvia, sin nada. Lo que tienen que soportar las migrantes no es humano, me siento pequeña frente a su pobreza, material y sobre todo afectiva. Creo que mi presencia es importante porque sienten el amor de Dios en mí y esto hace que florezca en ellos la esperanza”.
*Reportaje original publicada en el número de diciembre de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva