En ‘Serrat, entre la A y la Z. Del Mediterráneo al Pacífico’ (2013), el periodista Carles Gámez escribe a propósito de la voz ‘Religión’: “Fuera de los conocidos ritos tradicionales, bautizos, primeras comuniones, la asistencia a la boda o funeral de algún amigo, los vínculos o las prácticas religiosas de Serrat quedan como un territorio bastante desconocido y poco ejercido”. Y, sí, el cantautor ha llevado su relación con la fe con discreción; pero eso no ha evitado, cuando lo ha creído pertinente, que se haya declarado “agnóstico”. Aunque en Joan Manuel Serrat (Barcelona, 1943) hay evolución y matices, sed de trascendencia y humanidad. Y quizás ahora, como le sucedía a Antonio Machado, “un poco de fe”.
En 1969, el año en el que publicó el disco Dedicado a Antonio Machado, poeta, José María Gironella le preguntó –y así apareció en su libro Cien españoles y Dios– si era creyente. “No. Me interesa mucho más creer en el hombre como ente espiritual”, contestó. “Soy agnóstico y no me siento por ello un hombre castrado –prosiguió–. En cambio, no estoy totalmente seguro de ser un hombre liberado por el hecho de no sentir temor de Dios”.
Aun así, inevitablemente se reconoce, en cambio, como un ser espiritual. “No sé cómo, quizá gracias a una cultura y, sobre todo, a observar mucho, he encontrado formas de espiritualidad que no me dejan ningún vacío –declaró entonces–. No siento la necesidad de un Todopoderoso para poder vivir cada día, trabajar y darme cuenta de que mi existencia puede tener un sentido, a pesar de saber perfectamente que soy un individuo condicionado a un tiempo”.
En Joan Manuel Serrat: el último trovador (1994), Cristóbal Guerra ya recoge que ese agnosticismo apareció muy rápidamente, poco después de abandonar las Escuelas Pías de Sant Antoni Abat, en Barcelona, donde cursó desde párvulos hasta primero de Bachillerato: “Yo me eduqué en los escolapios, y el proselitismo de los colegios de curas era tremendo. Yo instalaba altares provisionales, y consagraba pedazos de pan, y me bebía el vino de mi padre, todo esto con ocho o nueve años, y lo hacía totalmente en serio. Quería ser misionero, como corresponde. Pero luego mi agnosticismo apareció muy rápidamente. Calculo que me confesé por última vez con 14 años”, recoge el autor citando una entrevista en la revista El vecino perfecto.
En otra ocasión, con motivo de la exposición Serrat, 50 años de canciones, inaugurada en 2015 en el claustro del Arts Santa Mònica, la antigua iglesia de Santa Mónica en Barcelona reconvertida en centro cultural en 1980, Serrat rememoraba: “Aquí fui bautizado y aquí, años después, me declaré agnóstico. Cosas del antiguo régimen franquista: para poder casarme por lo civil, tuve que reconocer que era agnóstico ante el cura, del que, por cierto, guardo un buen recuerdo”.
En la revista argentina Gatopardo, le preguntaron en 2001 si amaba a Dios “sobre todas las cosas”. Y respondió: “Amo a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos e incluso a otros seres humanos, animales o cosas. Respeto la libertad ajena y tolero el pensamiento distinto. Creo que a Dios le basta con eso”. Y así lo ha asumido, porque en Serrat y su poso ideológico de referente de la izquierda, más aún en el Serrat más personal, siempre ha habido sintonía: en la defensa del pobre, en la dignidad, en el humanismo…
No obstante, Cristóbal Guerra ha rebuscado con un poco más de hondura en su relación con la religiosidad: “Formado en un hogar republicano y contestatario, Joan Manuel Serrat tiene su propia religión. Su personal manera de pactar con Dios”. Esta no es más –ni menos– que esa espiritualidad, su humanismo si cabe, la confesionalidad incluso que se desborda y se difunde, haciendo suyos los versos de Antonio Machado en La saeta, uno de esos temas, como Mediterráneo o Fiesta, que definen la trayectoria del noi de Poble Sec.