Cuentan que a Cervantes le salvó de la quema su ironía. Y quizás el hecho de no ser teólogo. Lo cierto es que El Quijote vio la luz apenas seis décadas después de que, en 1542, Pablo III creara la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición, con el fin de defender la fe católica de herejías, con la mirada puesta en la reforma protestante y tomando el relevo de la institución medieval que los papas de antaño no dudaron en hacer suya con torturas y sentencias letales incluidas.
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No fue hasta 1908 cuando Pío X pareciera querer borrar algo de aquella fama ganada a pulso y, por la vía de la reformulación léxica, la rebautizó como Santo Oficio. Pablo VI también tiró de reinvención conciliar y de diccionario, refiriéndose a ella como Doctrina de la Fe, mientras que Juan Pablo II borró de un plumazo la condición de sagradas a todas las congregaciones, reconociendo así la fragilidad humana de la estructura curial. ¿Y Francisco? Al pontífice argentino, Wikipedia solo le reconoce haber modificado su nomenclatura, como la de los demás ‘ministerios’, por la vía de la constitución apostólica Praedicate Evangelium, para identificarla como Dicasterio.
Lo que no se ha contado hasta la fecha es el giro que, a lo largo de estos diez años de pontificado, se ha dado en el día a día de la que todavía no pocos siguen identificando –a pesar del paso de los siglos– como esa institución que manda a la hoguera y al infierno eterno a los hijos díscolos. Se trata de una reforma no escrita ni rubricada por motu proprio alguno, pero sí ratificada por los hechos.
Y es que, desde que Jorge Mario Bergoglio fuera elegido sucesor de Pedro aquel 13 de marzo de 2013, el número de teólogos castigados oficialmente por Doctrina de la Fe se han reducido a la mínima expresión: ninguno. Ni con Müller ni con Ladaria. Roma ha roto la dinámica de convertirse en guillotina para los investigadores del hecho religioso, sea cual sea la diversidad en la mirada de su aporte en materia teológica. Francisco tampoco ha amonestado públicamente ni ha autorizado amonestación alguna con nombres y apellidos.
Última condena
De hecho, el último ajuste de cuentas oficial se remite al 30 de marzo de 2012, cuando el cardenal prefecto de entonces, William Levada, firmaba –con el visto bueno de Benedicto XVI– la condena de la obra Just Love. A Framework for Christian Sexual Ethics (Solo amor. Un marco para la ética sexual cristiana), de la religiosa norteamericana Margaret A. Farley, miembro de las Hermanas de la Misericordia.
El guardián púrpura de la catolicidad dictaminó que la reputada profesora de la Universidad de Yale, con cincuenta años de carrera, no entendía “correctamente el papel del magisterio de la Iglesia” y consideraba que la obra causaba “grave daño” a los fieles. ¿El motivo? En el libro compartía su visión de que la masturbación no plantea ninguna cuestión moral, que los actos homosexuales pueden ser justificables y que se debe poner en duda la indisolubilidad del matrimonio. Roma repudió su texto, pero no le impuso sanción añadida alguna.
Apenas tres semanas después de amonestar a Farley, Levada ordenaba intervenir la Conferencia de Superioras Mayores de Estados Unidos (LCWR), que representan al 80% de las monjas norteamericanas, exigiendo “una base doctrinal más sólida” ante pronunciamientos públicos de la plataforma sobre la ordenación de mujeres y la homosexualidad que Doctrina de la Fe tachó de “feminismo radical”. Aquella auditoría inédita en la historia eclesial, que se llevó a Roma por empeño del Episcopado local en 2009, se cerraría en abril de 2015. En tablas. Ya era tiempo de Francisco.
Sellar la paz
Fueron las dos partes en conflicto, obispos y religiosas, quienes sellaban la paz a través de un informe final conjunto que respaldaba la actualización de los estatutos de la plataforma, reclamaba mayor rigor a sus publicaciones y asambleas a través de un comité asesor… Una declaración final que fue tomada por las monjas como un triunfo silencioso, en tanto que mitras y tocas acordaron no tomarse una revancha mediática o pública posterior. En cualquier caso, no resulta baladí el hecho de que este escrito no fuera encabezado ni firmado por el prefecto del ramo, el cardenal Gerhard Müller.
“Ese es el ejemplo paradigmático de lo que pretende este pontificado: resolvamos los problemas y las diferencias entre adultos, dialogando y discutiendo. No tengamos miedo a pensar distinto, siempre y cuando sea dentro de unas coordenadas de la comunión, entendida como diversidad, y no como la uniformidad que yo marco”, explican desde los pasillos del Palazzo Pucci, sede de Doctrina de la Fe. De hecho, se habría trasladado a las conferencias episcopales este principio de madurez en el debate, basado en la máxima de la “cultura del encuentro” de Francisco, frente a la tentación de embarrarse en una “cultura de la sospecha” ante cualquiera que “se salga un poco del renglón”.
De la misma manera, esta nueva dinámica pasaría por no judicializar la vida eclesial y evitar multiplicar los listados de teólogos proscritos o disidentes, en un ejercicio “deformado” de la corrección fraterna. Al mismo tiempo, se habría instado a los episcopados a resolver cualquier diferencia a nivel local para no elevar el tono de los rifirrafes doctrinales, ni saturar el Dicasterio con cuestiones que no sean de “suma gravedad”. “No tenía ni tiene sentido que Doctrina de la Fe se convierta en un tribunal que enjuicie con una sentencia que, queramos o no, distingue a hermanos entre vencedores y vencidos. No estamos para eso”, subraya otro trabajador del departamento vaticano.
Desde España
Otro de los veteranos colaboradores del Sant’Uffizio relata que, tras este salto cualitativo, las denuncias llegadas a Roma contra teólogos también se han reducido. Especialmente –deja caer–, las tramitadas desde España. “Antes de la era Francisco, lo habitual es que llegara hasta una a la semana de vuestro país de la mano de algún obispo. De hecho, por aquí se llegó a pensar que era una dinámica perfectamente orquestada entre un grupo de prelados que se turnaban para ir acumulando denuncias frente a ciertas personas”, señala esta fuente, que rememora cómo entre el goteo de quejas se encontraba el nombre de profesores universitarios y sacerdotes con presencia mediática, pero también maestros de religión sin notoriedad alguna y religiosos de a pie.
Sin embargo, no era el buzón de Doctrina de la Fe la única puerta a la que se llamaba para buscar un apercibimiento por motivos, supuestamente, doctrinales. Tal y como ha verificado Vida Nueva, estas acciones venían acompañadas de misivas a responsables de otros organismos curiales, a quienes se les advertía de las presuntas herejías vertidas por alguno de los asesores de sus correspondientes departamentos, pidiendo directamente su cabeza.
“Doy fe de ello. A mí me solicitaron que diera de baja a uno de los consultores. Me resultó tan vergonzante la petición por carta que recibí, que nunca les contesté. Prefería ignorarlo. Eso sí, tenía meridianamente clara mi respuesta en caso de que insistieran o decidieran pedirme una cita para decírmelo a la cara: ‘Hasta que no encuentren una persona de la talla intelectual del que me solicitan el relevo, no le cesaré’”, expone un cardenal que hasta hoy no ha cedido a este tipo de presiones.