España

Alphonsine Kitumua, la sonrisa de Dios

Congoleña y misionera durante 30 años en Venezuela, desde 2015 está en Madrid, donde es la superiora general de las Misioneras de Cristo Jesús





Alphonsine Kitumua se ha configurado gracias a las muchas perspectivas existenciales y geográficas que han marcado su vida. Congoleña y misionera durante 30 años en Venezuela, desde 2015 está en Madrid, donde es la superiora general de las Misioneras de Cristo Jesús, congragación española que cuenta con 265 hermanas y que también está presente en Asia (India, Japón, Vietnam y China), África (República Democrática del Congo, Camerún y Chad) y América Latina (Venezuela, Bolivia y Chile).



Una gran aventura que se ha horneado poco a poco: “Mi vocación llegó a los 24 años. De niña, jamás me hubiera imaginado como religiosa. Me crié en un ambiente que me marcó mucho, con un padre católico y una madre protestante y sin estar ellos juntos. Fruto de la poligamia, mi padre tenía otra mujer e hija, a la que yo estaba muy unida. Lo viví con mucha naturalidad. Era muy extrovertida y veía en las personas que me rodeaban una familia grande, más allá de los propios lazos de la sangre”.

Mentalidad abierta

En lo espiritual, “tampoco me encasillaba en estructuras cerradas. Mi madre, protestante, me mandaba los domingos a la parroquia católica. Me decía: ‘Suenan las campanas de tu iglesia. Coge el donativo y ve misa’”. Con todo, su gran referente religioso en esos años fueron las religiosas belgas de las Hijas de la Caridad de Gand, con las que se educó en el colegio: “Era muy inquieta y traviesa. Y, pese a todos los líos en los que me metía, ellas siempre me apoyaban y creyeron en mí. Con ellas también experimenté esa fraternidad que va más allá de la sangre”.

Tras estudiar Enfermería, Alphonsine fue a trabajar a la capital, Kinshasa. Ahí, su creciente espiritualidad entró en otra fase: “También gracias a una de las hermanas de la Caridad, que me comprometió con ella en la pastoral de la parroquia, trabajé en un apostolado con huérfanos, ancianos, minusválidos, discapacitados… Me llenaba totalmente. Tenía novio y la idea era casarnos, pero discerní y me pregunté: ‘¿Aceptará mi marido que mi casa esté abierta a todos? Si tengo hijos, ¿podré seguir entregada a estos niños?’. Y decidí no casarme y plantearme la vocación religiosa”.

Siempre le había llamado la atención “la palabra de Dios a Abraham: ‘Sal de tu tierra’. Así que le pedí al obispo ir con una congregación lejos de mi pueblo. Pretendía vivir la misión en sitios alejados. Aceptó mi petición, pero después me dijo que no me veía en la vida religiosa porque ‘mi carácter extrovertido podía no encajar en la estructura de la vida religiosa’”.

Un paso más…

Entonces, un chico que iba a misa en el centro donde vivía le presentó a las Misioneras de Cristo Jesús. Con ellas, poco a poco, empezó a estrechar lazos y le pidió un signo a Dios: “Este llegó cuando la superiora, respetando mi ritmo, me propuso dar un ‘un paso más’”. Al fin lo vio claro e inició el postulantado y luego el noviciado. Solo tres años después, la madre general la envió a Venezuela junto a otra compañera.

Cuando subió al avión, “al ver la inmensidad que me rodeaba, surgió en mí una gran certeza que me ayudó y que se mantiene hoy: toda la tierra le pertenece a Dios y, en cualquier lugar donde vaya, estaré en la tierra de Dios. Y, allí donde esté, la gente que encuentre será mi familia. Ya sea en Venezuela, en España o en el país que visito con mi congregación, jamás pierdo un sentimiento de pertenencia que me hace superar todos los problemas”.

Por lo demás, sus 30 años en América Latina le dejaron un gran poso: “La vivencia de la intercongregacionalidad, acompañar a comunidades indígenas, ser maestra de novicias, dirigir el Secretariado de Misiones de Maracaibo… En todos esos retos valoré la diversidad de los dones y carismas de la Iglesia y constaté que todos somos uno en Jesús”. En ese tiempo, además, completó su formación y estudió Psicología: “Por mi relación con muchos jóvenes a los que acompañaba, sentí que muchas veces no bastaba solo con respuestas espirituales. Quería saber escuchar mejor y tener herramientas para un mejor diálogo con ellos”.

Rompiendo barreras

Todo eso busca ahora aportar a su congregación, en la que ha sido elegida como superiora general para un segundo mandato, hasta 2027. Aquí ha encontrado una realidad diferente: “Viviendo en un edificio, no sabía como relacionarme con los vecinos, pues veía miradas que se desviaban para no verme. Pero he ido rompiendo barreras con solo saludarles y ya conozco a varios. Se trata de abrir fronteras y fomentar las relaciones humanas. Con paciencia y respetando al otro. También, muchas religiosas, conocidas y nuevas, me han apoyado y he vuelto a vivir la intercongregacionalidad, sintiéndome parte de esta gran familia de la vida consagrada”.

Con la conciencia “de sentirme inmigrante con los inmigrantes, participo en lo que la CONFER u otros organismos de la Iglesia organizan para reivindicar los derechos de estas personas. Y aprendo a encarar a quienes puedan tener prejuicios hacia los extranjeros y sientan que les venimos a quitar lo que es suyo; a veces lo he escuchado en primera persona. Y me ayudado comprender que en el fondo tiene miedo de lo diferente. Tenemos que esforzarnos en integrar”.

Lo mismo que ella se autoexige: “Estoy convencida de que es un largo proceso aceptar e integrar lo diferente como riqueza en la realidad de un país. Hay muchas personas que están abiertas a ello, y también otros se resisten. Por mi parte, no se trata de cambiar a los demás, sino de abrirme. Tengo presente el consejo que me dio un amigo jesuita: ‘Cuando entres en una nueva casa de Dios, deja la maleta detrás y no la pongas delante’. Se trata de no llevar mi propio equipaje y abrirme por completo a la nueva realidad. Solo así podré enriquecerme realmente con la diversidad cultural en España”.

Junto a los laicos

En lo cotidiano, Alphonsine apuesta por otra vivencia muy concreta: “Aquí he querido que mi acompañante espiritual sea un hombre cristiano, casado y comprometido con la Iglesia y la realidad del mundo. La vida religiosa siempre ha encontrado un gran apoyo en los laicos que nos rodean y, junto a ellos, vamos construyendo nuestra historia carismática. Mi acompañante me ayuda mucho desde su visión de la fe, que él me aporta como español, seglar y parte de un matrimonio. Y siento también que yo le ayudo con mi vivencia de fe”.

En definitiva, la clave es “tener siempre presente que Dios está en todas partes y nos sostiene y acompaña. Hay que tener paciencia, respetar los procesos personales y de otros, no juzgar lo que no entiendo y nunca ser indiferente al sufrimiento de los demás. Todo nos enriquece y, en el fondo, compartimos los mismos anhelos. La tierra es de Dios y todos somos sus hijos, por lo que todos somos hermanos”.

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