Por diferentes circunstancias de la vida, hay quienes sienten a una edad adulta que la fe en Dios es algo importante en sus vidas y quieren simbolizarlo recibiendo el sacramento de la confirmación o incluso el de la comunión o el bautismo. Y es que, efectivamente, el Espíritu no tiene reloj.
Bien lo sabe Íñigo Karim Ngouanang, quien califica de “milagro” su “reencuentro con Dios”. Para ello, hay que ir al principio de la historia, a cuando solo se llamaba Karim y, en su Camerún natal, vivía con su padre, musulmán, y su madre, cristiana. Algo que vivió con total naturalidad: “Mi madre tuvo que convertirse oficialmente al islam al casarse, pero mi padre era un hombre sencillo y no tenía ningún problema en que ella siguiera viviendo su verdadera fe. De pequeño viví esa libertad, pero, a la vez, como ninguno influyó en mí en ese sentido, crecí sin una verdadera creencia. De hecho, varios años después, en la adolescencia, me declaraba ateo”.
Cuando tenía seis años, su madre murió y su padre se casó con otra mujer. Al cumplir los diez, dejó su casa, abandonó los estudios y se fue a vivir con su tío a otra ciudad. Fueron años en los que trabajó en el campo o en un taller mecánico. Fue a los 18 cuando, con un grupo de amigos, salió de su país en busca de lo que esperaba que fuera su gran oportunidad: “Pasamos por Nigeria, Níger, Argelia y Marruecos. Hasta que por fin conseguí mi objetivo y llegué a España”.
Fue en 2007. Tras ser acompañado por la Cruz Roja, llegó hasta Madrid. Perdido y sin referencia alguna, fue en un ropero donde leyó un rótulo que le cambió la vida: “Centro Padre Rubio”. Tras decirle algunos compañeros que ese era un espacio de atención a inmigrantes, llegó a la sede de la Compañía de Jesús, en la calle Maldonado. Allí se encontró con alguien que acabaría siendo muy especial en su vida: “Me atendió el jesuita Jaime Ribalagua. Me compró un abono de transporte para que me pudiera desplazar por la ciudad y me explicó que aquel era un lugar al que acudían muchos chicos en mi situación, con la idea de que nos sintiéramos como en casa. Iban los domingos, realizaban todo tipo de actividades o excursiones, compartían la comida y, quienes querían, se quedaban para participar en misa por la tarde”.
En ese momento, Karim estaba completamente alejado de la fe. Pero algo lo cambió todo: “Tras hablar con Jaime, entré en la capilla y lo primero que vi, ante mí, fue un Cristo crucificado enorme. En ese momento sentí que mi vida pasaba ante mí como una película… Impactado, lloré de emoción. No sé por qué, pero de pronto sabía que en toda la lucha de esos años, en todo ese sufrimiento, en un camino en el que había visto morir a muchos compañeros y yo aún vivía, no había estado solo. Realmente, Dios, en quien decía no creer hasta solo un momento antes, estaba conmigo. Y me quería. Me quería mucho”.
Tras esa experiencia, le dijo al sacerdote que “quería conocer a Dios y poder darle las gracias”. Y este le invitó a acudir al domingo siguiente a que hablaran. Fue la primera de muchas, siendo desde entonces este joven camerunés un fijo en todas las actividades del Centro Padre Rubio.
Además, empezó a ir a catequesis “con Pilar Erac, una profesora universitaria jubilada que, además de enseñarme las oraciones básicas, desde el Padrenuestro al Ave María, fue clave a la hora de mostrarme a un Dios bueno y que siempre perdona y abraza”. En esas charlas semanales conoció a algunos de quienes hoy son sus referentes en la fe, como Charles de Foucauld o Damián de Molokai. También se sintió especialmente interpelado “al conocer la historia de Moisés guiando a Israel en busca de la Tierra Prometida. Como inmigrante, esa historia te llega especialmente”.
Paralelamente a ese tiempo de preparación, Karim vivía en la comunidad de La Ventilla, en la que laicos y jesuitas conviven con inmigrantes. Allí pasó cuatro años, “un tiempo de gracia en el que sentí lo que era vivir en familia, como uno más, encarnando además una comunidad de amor en la que todo lo hacíamos en común”.
Fue así como llegó hasta su día más especial: “la vigilia pascual de 2010, cuando recibí en una ceremonia en la catedral de La Almudena, de manos del cardenal Rouco, los sacramentos del bautismo, la comunión y la confirmación. Yo estaba ya casi en la treintena, mucho después de lo que suele ser habitual, y fue realmente especial”. Además, de ese día tiene un recuerdo muy especial: “Poco antes de la ceremonia, en la sacristía, llamé a mi padre para decirle lo que iba a hacer. Al principio le sorprendió y solo me pidió que, si me hacía cristiano, fuera en la Iglesia de Roma, en la católica, que es la que él más respeta. Cogí el móvil y le mostré un cuadro que había del entonces papa, Benedicto XVI. Fue así como se quedó conforme y me dio su bendición”.
De esa ceremonia salió como “una persona nueva”. Hasta el punto de que adoptó el nombre de Íñigo en homenaje a Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, haciéndose llamar desde entonces como Íñigo Karim.
También fue muy importante en ese hito el jesuita Daniel Izuzquiza, quien le invitó “a pasar una semana de acción de gracias” con él en Loyola, imbuyéndose aún más de la espiritualidad jesuita. Desde entonces, quien una vez asegurara que Dios no significaba nada en su vida, hoy clama a los cuatro vientos que “Dios lo es todo para mí. Mi vida sin Él no tiene sentido. Sigo siendo un pecador, no soy perfecto, pero trato de ayudar a los demás en lo que puedo, incluyendo a mi familia, en Camerún”. Todo siempre desde una palabra clave: “Gracias”.
La misma que mantiene incluso ahora, cuando está pasando otro momento complicado en su vida: “En La Ventilla me enamoré de una chica, María. Nos hicimos novios, se quedó embarazada y Raúl, cardiólogo en La Paz y amigo de la comunidad, nos apoyó dejándonos vivir en su casa, con su mujer y él, en Caravaca de la Cruz. Desgraciadamente, las cosas no fueron bien entre mi novia y yo y hace cinco años que nos separamos, viviendo ella con nuestro hijo”.
Con todo, ese “gracias” no se despega de su boca. Dirigido a la madre de su hijo, a Dios y a quien hoy lo encarna en su vida: “Se trata de Jorge de Dompablo, sacerdote de Madrid que desde hace muchos años abre su casa a decenas de inmigrantes, viviendo todos juntos. Hoy somos 23 y puedo decir que le quiero mucho. Me acogió cuando lo necesité y me ha dado un hogar. Yo ya le conocía desde hacía muchos años y muchas veces iba corriendo a misa en su parroquia, después de trabajar. Es una persona única. Me ayudó cuando lo perdí todo y siempre seremos amigos”.