El pasado 15 de febrero, la Parroquia San Carlos Borromeo, en el barrio madrileño de Vallecas, informaba del fallecimiento, a los 80 años, del que fuera su legendario párroco, Enrique de Castro. Representante de la Iglesia de base y apoyado siempre en los movimientos populares, en los 70 fue hostigado por el franquismo y, en los 80, pese a volcarse con las víctimas de la droga y ofrecer un encuentro con el Evangelio desde un testimonio personal generoso, las mayores críticas le llegaron desde diversos ámbitos eclesiales.
Un día después de su entierro, Jorge de Dompablo, sacerdote de la Archidiócesis de Madrid que bebe del mismo espíritu evangélico y que lo testimonia viviendo en casa con decenas de migrantes (como en los 80 se entregó con la misma pasión a las víctimas de la droga), destaca a Vida Nueva que “Enrique de Castro ha sido siempre un referente para un grupo de curas que transitamos por caminos nuevos que marcó hace 35 años y que hoy siguen siendo nuevos”.
Aunque tuvo sus “detractores” en ciertos sectores eclesiales, “a algunos nos abrió los ojos su espíritu de preocupación por el que sufre y de ocupación en un Evangelio vivencial y profundo”. Una entrega que se manifestó “en las víctimas de la droga y en sus familias”, interpelados por “unas madres que sufrían por sus hijos”, tratando a todos ellos con “respeto” a su esencial dignidad humana.
En definitiva, “supo estar ahí, en los ámbitos de dolor. Y es que, como cura, no se me ocurre otra forma de vivir nuestra vocación… Con los errores que podamos cometer, pero hay que acompañar al que sufre. Enrique encarnó un estilo de cura que empezó y que terminó muy rápido, pues ciertas fuerzas lo frenaron”.
Para Dompablo, su compañero “fue más allá del acompañamiento y también nos mostró quiénes son los que provocan ese sufrimientos en las personas. Su propia presencia era denuncia. No era caridad, sino tratar de reparar el tejido social roto y denunciar qué o quiénes lo han roto”. Una labor en la que no estaba ni mucho menos solo: “Se abría a todos: vecinos, asociaciones, comunidades… Para encontrar soluciones reales, sabía que había que implicar a todos”.
Con cierta nostalgia, el sacerdote madrileño recuerda que, “ya en los 80, un grupo de curas buscamos que la Iglesia saliera a la calle, como nos pide hoy el papa Francisco. Sabíamos que la clave está, no en imponernos, sino en ofrecer nuestro testimonio. Eso consiste en tratar de mejorar la vida de las personas, con ellas; sin temor a la sociedad civil, sino encarnando en ella la Iglesia”.
Eso, que lo vio tan claro De Castro, “se comprobó cuando les cerraron la parroquia y fue la sociedad civil la que se volcó con ellos, y no solo creyentes. La gente quiere que estemos a una con ellos, compartiendo su camino, en las penas y en las alegrías. Tenemos que estar atentos a lo que la sociedad nos pide. Para ello hemos de estar en medio, no encerrados en nosotros mismos o papapetados en las sacristías, la liturgia o los dogmas. Hemos de estar en la calle, con la gente. Si la Iglesia no camina con las personas, el Evangelio no puede llegarles”.